El cine se ha utilizado como
herramienta del poder para adoctrinar a las masas. Esta ha sido, y no otra, su
principal función y razón de ser. Productores, directores, guionistas y actores
han formado parte del clero adoctrinador de la modernidad, una casta sacerdotal
que usaba como reclamo para atrapar a los incautos la belleza de sus imágenes y
el encanto de sus historias, burda manipulación de los sentimientos del pasivo
espectador que acudía al tocólogo de emociones
previo pago de una entrada que le aseguraba ser sermoneado para creerse más
culto y mejor ciudadano.
Hoy es prácticamente imposible
ver una buena película. El cine actual se ha desprendido de su bonito
envoltorio de luces de neón y belleza de postín para mostrarse tal cual es,
pura propaganda. Hace ya tres décadas era casi imposible ver películas de cierta
calidad como Teniente Corrupto (1992),
una oscura y controvertida película dirigida por Abel Ferrara y
extraordinariamente protagonizada por Harvey Keitel. Tan bueno fue el resultado
del filme que la industria del celuloide tuvo que lanzar una reposición en 2009 para enterrarlo en el olvido: la
película Teniente Corrupto de Werner
Herzog, protagonizada por un vergonzoso Nicolas Cage, es más mala que la quina.
El cine es cosa del pasado, y en
su funeral admito que soy uno de esos incautos que ha malgastado a saber
cuántas horas de su vida delante de una pantalla, reducido a triste receptor de
la ingeniería social de Hollywood. Hace ya un tiempo que decidí, igual que el
cura del Quijote, realizar un donoso
escrutinio de todas esas obras que me han secado los sesos; y si el Licenciado
Pedro Pérez salvó del fuego a la novela Tirant
lo Blanc de Joanot Martorell, yo haré lo propio con el Teniente Corrupto de Abel Ferrara, una peli tan cruda y realista,
como trascendente.
El teniente, corrupto hasta el
paroxismo, no tiene nombre. Es un policía de Nueva York casado y con hijos, que
se pasa el día y la noche fuera de casa, bebiendo y tomando todo tipo de drogas
en compañía de prostitutas. En medio de una irreversible crisis personal, el
teniente trabaja en la investigación del asalto a la iglesia católica del
barrio, un acto vandálico en el que los agresores destrozaron el templo, se
entregaron a todo tipo de sacrilegios y violaron y torturaron a una joven monja
de origen irlandés. El policía solo necesita reunir las pruebas suficientes
para incriminar a los culpables, pues todo el barrio conoce la identidad de los
jóvenes autores de la brutal agresión, antiguos alumnos de la joven a la que
violaron. Mientras avanza la investigación, se acelera también la caída al
abismo del antihéroe, entregado en cuerpo y alma a su propia autodestrucción,
un proceso aniquilador que no pasa por alto la ludopatía. En las series finales
de béisbol se empaña en apostar su dinero, y el de sus colegas, a la improbable
victoria de los Mets, y dobla la apuesta tras cada derrota sin disponer del
capital suficiente para hacerse cargo de la enorme deuda contraída con la mafia.
La ‘culpa’, según la teología, es
‘el pecado o transgresión voluntaria de la ley de Dios’. El teniente se siente
tan culpable por su vida disoluta como deberían sentirse los delincuentes a los
que investiga, así que mientras se autodestruye por puro arrepentimiento poniendo
en serio peligro su vida timando a la mafia y consumiendo estupefacientes,
propone a la joven novicia “tomarse la justicia por su mano” y matar a los
violadores, en vez de detenerlos. Pero la monja se opone a esta propuesta de
venganza con gran entereza y paz de espíritu, asegurando haber perdonado ya a
sus torturadores. El teniente pretendía redimirse a sí mismo cometiendo un asesinato
que vengara el honor de otra persona, depositando su propia culpa en unos
jóvenes camellos de poca monta que habían cometido un crimen mesurablemente más
aberrante que los desmanes habituales del funcionario.
¿Cuántas ideologías líquidas y terapias modernas pretenden liberarnos de nuestra
culpa encerrando nuestro ego en una burbuja solipsista y depositando la
responsabilidad de nuestros actos en otras personas, desde nuestros padres a
nuestra expareja, pasando por aquellos jefes y profesores que nos hicieron la
vida imposible o por misteriosos traumas intergeneracionales acontecidos siglos
ha? La culpa es el resultado de un yerro personal que implica una
responsabilidad individual, un doloroso aviso que nos recuerda que no hemos
actuado correctamente, que nos hemos equivocado, y que por nuestras decisiones
hay otras personas que han salido malparadas. Así que la culpa no es buena ni es mala, convive con
nosotros, y es tan humana como el dolor, la muerte, el miedo y la enfermedad.
La culpa es un mecanismo necesario que ayuda a regular el comportamiento
humano. Un mundo liberado de toda culpa sería muy guay y muy new age, pero también daría paso a una
sociedad de psicópatas reincidentes.
Tan nocivo es renunciar a la
responsabilidad de nuestros actos como asumir la culpa de los crímenes que han
cometido otros. Igual que no debemos cargar con las consecuencias del
comportamiento de las personas que nos rodean, tampoco debemos caer en la trampa del autoodio que tanto fomentan
las instituciones de poder, sus intelectuales a sueldo, medios de comunicación
y grupos de presión. Ser europeo no me convierte en imperialista; ser “blanco”
no implica ser racista; vivir en el siglo XXI no me hace responsable del
llamado cambio climático; y que sea
hombre no significa que sea machista. La culpa no debe ser desviada a otras
personas, ni diluirse en un colectivo. No soy
rebelde porque el mundo me ha hecho así, como aseguraba la escuela
sociológica de Chicago; no vivo en un país disfuncional porque Colón
descubriera América; ni soy un solitario mamarracho con baja autoestima por
vivir en una sociedad homófoba y heteropatriarcal. Como dijo Karl Jaspers,
‘solo es criminal el individuo’.
Que cada palo aguante su vela, y que cada hijo de vecina asuma la
responsabilidad de sus malos actos tratando de no volver a cometerlos.
Pero somos humanos, imperfectos,
así que cometemos errores y dañamos a otras personas. El teniente corrupto de
Abel Ferrara es una exagerada caricatura de todos nosotros, el reflejo perverso
que no queremos ver en el espejo. Porque no somos seres de luz, y el mal es una elección que muchas veces escogemos,
por comodidad, por ignorancia, por codicia, por error, por imitación, por
costumbre, por lujuria, porque obedecemos órdenes, por envidia, porque sí. El dolor que infligimos a los demás no desaparece
con una disculpa, sino que es un daño irreversible que solo fingimos camuflar, como
el que pone un parche en una rueda pinchada. La culpa que arrastramos será más
llevadera cuando asumamos la responsabilidad de redimir nuestras faltas. La ‘redención’,
según la RAE, consiste en ‘rescatar, sacar de la esclavitud al cautivo mediante
precio’ (primera acepción). La culpa nos esclaviza en cumplimiento de una
condena cósmica que nos recuerda a todas horas que tenemos un cadáver enterrado
en el jardín de nuestra azotea. Solo la consciencia de nuestros malos actos
y el compromiso personal de no volver a cometerlos puede pagar el precio de
nuestra culpa y liberarnos.
Una sociedad egocéntrica,
maquiavélica y desespiritualizada como la que hemos consentido edificar no
favorece, precisamente, la asunción de responsabilidades. Cada día soportamos
todo tipo de injusticias por las que no obtenemos ningún tipo de reparación. Recibimos
los golpes, nos sentimos impotentes, nos llenamos de rabia. Friedrich Nietzsche
escribió en La genealogía de la moral (1887):
‘Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera se vuelven hacia dentro
(…) La enemistad, la crueldad, el placer en la persecución, en la agresividad,
en el cambio, en la destrucción… Todo esto se vuelve contra el poseedor de
tales instintos: ése es el origen de la mala
conciencia’. Muchos se deprimen, algunos se suicidan, otros se evaden de
una realidad cada vez más difícil de soportar; la mayoría se rinde. Nietzsche
nos propone desahogar las frustraciones que nos ocasionan los abusos que
recibimos descargando nuestra ira en aquellos que son más débiles que nosotros,
en nuestros iguales o en las personas con que las que convivimos. Frente a la
actitud católica de la monja de poner la
otra mejilla mientras estaba siendo vejada, la no menos católica respuesta del
teniente: iniciar una larga marcha hacia la autodestrucción agobiado por el
peso de la culpa. Todas ellas son pésimas soluciones.
El teniente, desesperado por sus
patéticas circunstancias, despierta de su martirio autoimpuesto y pretende
descargar su culpa vengando a una chica que representa toda la pureza de la que
el policía adolece; el protagonista cree que el individuo puede vencer a la
injusticia mediante la práctica de la venganza. ¿Cuántas veces habré fantaseado
con matar con mis propias manos a determinados psicópatas que salen en
televisión? ¿El “placer” de practicar la violencia contra los malvados nos hace
libres? ¿Cuántas películas de Hollywood han glorificado la sed de venganza, como
Harry el sucio, Kill Bill o Django
desencadenado?
Los filósofos estoicos estaban
convencidos de que la venganza nos enferma, y el perdón nos cura. Séneca
abogaba por el uso de la razón y no dejarse arrastrar por la servidumbre de la
ira; Epicteto rechazaba el derecho de venganza, también el de las instituciones
del Estado; Marco Aurelio apostaba por la comprensión de las faltas del
prójimo. Así que el perdón (la clementia latina) no es un invento judeo-cristiano, sino que estaba muy presente en
la Antigüedad, tal y como ha argumentado Charles L. Griswold.
Entregarse a la venganza es dejarse dominar por las pasiones: perdemos el
control de nuestros actos, nos rebajamos a la altura de quien nos ha ofendido y
demostramos que hemos sido incapaces de asumir un dolor que nos ha acabado
destruyendo, en vez de hacernos más fuertes. La venganza no enmienda el daño
que nos han infligido, ni puede resucitar a los muertos. La venganza no puede
reparar lo irreparable. Saber perdonar no nos convierte en personas débiles,
sino en individuos autoconstruidos y seguros de nosotros mismos.
Después de tocar fondo al masturbarse
en la calle delante de dos adolescentes a las que coacciona enseñando su placa,
el teniente visita la destrozada iglesia y recibe la aparición de Jesucristo,
al que suplica perdón por sus pecados y acaba besando los pies. Tras esta
revelación, tal vez provocada por el consumo de alucinógenos, el teniente
corrupto decide redimirse a sí mismo con un sorprendente acto de generosidad: se
dirige al antro en el que malviven los dos jóvenes violadores y, lejos de acabar
con sus vidas tal y como el espectador espera, los secuestra, les entrega una
buena suma de dinero y los mete en un autocar que les va a trasladar a la otra
punta del país con la condición de que no vuelvan a pisar Nueva York y empiecen
una nueva vida más edificante y mejor. En la siguiente escena, el redimido policía
cae abatido por los disparos de la mafia.
Nunca sabremos si los dos jóvenes
violadores consiguieron redimirse y dejar atrás su vida de odio y de violencia.
Probablemente se gastarían el dinero en armas, en drogas o en regresar a la
ciudad para seguir haciendo de las suyas. Nunca lo sabremos, porque es un
relato de ficción. En todo caso, ¿quién era el teniente corrupto para redimir a
nadie? Podría haber empleado sus energías en rehabilitarse a sí mismo,
enderezar su vida desnortada y dar amor a su familia. Porque el verdadero acto
de amor de esta historia lo protagonizó la joven monja que tuvo la entereza de
perdonar a sus agresores demostrando más valentía en otorgar el perdón que en la
defensa de su integridad.
‘Al que te hiera en la mejilla,
preséntale también la otra; y al que te quite la capa, no le niegues tampoco la
túnica’ (Lucas, 6:29). Este versículo evangélico, probablemente falseado por la
Iglesia romana, es una auténtica aberración. Saber perdonar las faltas de los
que nos ofenden no significa abandonarse al masoquismo. Permanecer pasivo ante
las ofensas es aceptar la moral del
esclavo, justificar la injusticia, colaborar con el abusador y desprenderse
de la dignidad humana. La religiosa irlandesa de la película de Ferrara debió
luchar con todas sus fuerzas para evitar ser violentada por los dos
adolescentes, pelear hasta la muerte o hasta causar la muerte a sus agresores.
Tan legítimo es el derecho de defensa, como innecesario el de venganza. Las
guerras son tan despreciables como convenientes cuando estamos siendo
ultrajados. ‘Las armas son instrumentos de mal agüero y la guerra es un asunto
peligroso (…) Las armas solo deben usarse cuando no existe otro remedio’, El arte de la guerra de Sun Tzu.
A todas, todos y todes aquellos que me habéis censurado
este verano por argumentar la perversidad del feminismo de Estado; a todos los
libreros que no queréis vender mi libro porque molesta al poder establecido; a
todos los que me habéis impedido hacer actos públicos por no ser políticamente
correcto; a los que habéis censurado mis contenidos en las redes sociales; a
los que han hecho libelos difamatorios contra mi persona de forma anónima; a
los que me habéis insultado por no compartir vuestras ideas (que son las del
poder); a los que me habéis ordenado censurar mis textos; a todos vosotros, yo
os perdono. Pero tened bien presente que no soy como la monja de Teniente corrupto: sé defenderme y os haré
frente. Responderé a cada una de vuestras agresiones con la contundencia de mis
textos y mis argumentos, y estoy dispuesto a entablar una lucha encarnizada cada
vez que no respetéis mi libertad de conciencia y de expresión.
Os comprendo. Sé que tenéis
vuestras razones. Unos lo hacéis por ignorancia, otros por dinero, otros por
pura intransigencia. No quiero convenceros de nada, ¡pensad como os dé la
gana!, podéis seguir siendo unos fascistas posmodernos, de esos que reprimen
sin dar la cara. Cuando recapacitéis y dejéis de ser censores quedaréis
redimidos, y juntos podremos aprender a convivir y a trabajar por el bien
común.
ANTONIO
HIDALGO DIEGO
Colectivo AMOR Y FALCATA