Los precios suben y suben, los
trabajadores cada vez son más pobres y el Estado se está forrando[1].
Al mismo tiempo, el intelectual más leído de los últimos años, el historiador
Yuval Noah Harari, afirma sin pudor que los seres humanos solo tienen razón de
ser en función de su valor económico. Igual que los dinosaurios se
extinguieron, los humanos que no sean productivos, los que él denomina «clase inútil» o «gente superflua», serán eliminados, anticipa
el profesor israelí, fanático del darwinismo[2].
Harari lleva el concepto Homo oeconomicus[3]
hasta el extremo, a la esclavitud. Al prisionero de guerra se le podía
perdonar la vida a cambio de que renunciara a su libertad y dignidad,
dedicándose hasta la muerte al trabajo servil. El Estado hace muchos siglos que
emprendió una guerra contra nosotros, la ha ganado y somos sus prisioneros,
esclavizados o pronto ejecutados, en relación a nuestra valía como animal laborans[4].
Antes de preguntarnos quién eliminará a todas esas personas según Harari «improductivas»,
quiénes serán los nuevos nazis del siglo XXI a los que invoca el intelectual
judío[5],
no podemos más que constatar otro dato aterrador: mientras el precio de los macarrones,
de los tomates, del pan, del pescado y de las sandías no para de subir, la
carne humana se ha devaluado: los seres humanos nos degradamos.
En la década de los años 90 del
pasado siglo todavía quedaban muchos yonquis en los barrios, aquellos que
habían conseguido resistir los letales envites de la hepatitis, la
malnutrición, los venenos que compraban en las calles para evadirse de sus
monstruos interiores y los venenos que adquirían en las farmacias para combatir
el sida, esa cosa rara que les diagnosticaban los curas con sotana blanca y que
habían contraído como castigo divino por sus pecados de adicción o sodomía; un
mal tan misterioso que, como los extraterrestres que nos visitan[6],
probablemente no exista[7].
El yonqui era el ser humano más devaluado de su época. Extremadamente delgado, enfermo,
pobre, peligroso, dejado, sucio, triste, patético. El miedo a contagiarnos de
sida hacía que los chavales tuviéramos mucho cuidado de no pincharnos con las
jeringuillas que los zombis de la heroína sembraban en los descampados de los
arrabales.
Un mal pensado diría que el
ayuntamiento eternamente socialista de Santa Coloma de Gramenet deseaba que los
adolescentes nos drogáramos. Los que no lo hacíamos, teníamos que saltar con
mucho cuidado las vallas del Institut
Terra Roja, donde estudiaba, para poder jugar a la pelota en la pista de
fútbol sala sin que nos vieran las patrullas de la policía local.
Supuestamente, el recinto estaba cerrado por las tardes y festivos para que no
se colaran toxicómanos, pero los yonquis se las ingeniaron para hacer un
agujero en la valla metálica y acceder hasta el patio del instituto para
pincharse. A ellos nunca les decía nada la policía. A nosotros nos llamaban la atención
y telefoneaban a casa para meternos miedo. Curioso.
Una calurosa tarde de verano
interrumpió el partido de fútbol uno de los compradores habituales del cercano
Parque del Motocrós. Después de chutarse
con el ritual del mechero, la cuchara, el papel de plata y la jeringa, el pobre
desgraciado, acompañado de un hermano que se entregaba a los mismos vicios,
quiso también chutar la pelota. Le
dejamos hacer para evitar problemas. Resultó muy humillante para el joven de
menos de treinta años caer al suelo al intentar, sin éxito, patear el balón.
Con muchos problemas, consiguió incorporarse y se alejó de nosotros sin decir
nada. Segundos después se desplomó y fue a caer bocabajo en una zona de
hierbajos. Nosotros seguimos jugando, hasta que el hermano del toxicómano caído
nos pidió ayuda. —Mi hermano se está
muriendo—, nos dijo. Tenía una sobredosis; se les llamaba así, pero casi
siempre se trataba de todo lo contrario ya que el contenido de heroína podía
ser incluso del 5%, así que lo que mataba a los heroinómanos no era la heroína,
sino la sustitución de ésta por venenos variados que provocaban reacciones alérgicas[8].
Mi amigo Kiko y yo nos miramos. Pedimos ayuda al resto del grupo, unos ocho
chavales más. Ningún otro quiso ayudar. Tenían miedo, incluso alguno lo
expresó: —No quiero que me pegue el sida—.
Otro se atrevió a decir: —Él se lo ha
buscado. Que se joda—. No hace falta recordar que en aquella época no había
teléfonos móviles para avisar a emergencias; sobra decir que los adolescentes
insolidarios eran los que yo consideraba mis amigos: David, Jorge, Jose…
Este recuerdo del pasado vino a
mi cabeza al conocer una noticia que da la razón al malnacido de Harari: el ser
humano ya no vale nada; solo se valoran sus bienes. El pakistaní Muhammad
Hassan agonizó durante tres horas hasta morir a más de ocho mil metros de
altitud en las proximidades de la cumbre del K2, sin guantes, sin abrigo y sin
botella de oxígeno, tras una caída que se produjo cuando preparaba las cuerdas
por las que los alpinistas que lo habían contratado debían ascender hasta la
cumbre de la montaña más peligrosa del mundo. Unos ciento treinta escaladores pasaron
por encima del cuerpo yaciente de Hassan, todavía con vida, sin ayudarle ni socorrerle;
sin ofrecerle abrigo, agua u oxígeno; sin dirigirle siquiera unas palabras de
consuelo. —No quiero que me impida
cumplir mi sueño—, pudo decir un escalador; —he invertido mucho dinero en este viaje—, tal vez comentó una de
las alpinistas mientras apoyaba su peso en la pierna fracturada de Hassan, que
se retorcía de dolor. —Él se lo ha
buscado. Que se joda—, debieron pensar los ciento treinta seres inmorales y
repugnantes que dejaron morir al hombre que se jugaba la vida por un puñado de
dólares[9].
Una de las que pisoteó al sherpa por
el ansia de gloria y reconocimiento fue la famosa deportista noruega Kristin
Harila[10].
Todo sea por obtener una nueva marca al ascender los catorce ochomiles en unos cuantos meses; todo
sea por conseguir hacerse una foto en la cumbre, una imagen que a nadie importa
lo más mínimo. ¿Quién se ocupará ahora de la madre enferma de Muhammad Hassan? ¿La
campeona noruega? ¿Campeona de la infamia?
No hace falta subir tan alto
para ser un bellaco. Hace unos meses, en un call
center de Madrid, Inma, una de las trabajadoras, murió en su puesto de
trabajo. Un “centro de llamadas” es una oficina en la que trabajan decenas de
teleoperadores que atienden las llamadas de clientes de distintas empresas,
casi siempre indignados y enfadados porque, tras ser timados por alguna
multinacional que les suministra un servicio energético o de comunicación, no
pueden ir a reclamar a un lugar físico para que les solucionen el incidente, así
que el fraude puede perpetrarse con total impunidad. Los teleoperadores también
se dedican a llamar insistentemente a cualquiera de nosotros para despertarnos,
acosarnos e intentar vendernos una moto. Se trata, sin duda, de un “oficio”
indigno, se mire por donde se mire, cementerio de titulados universitarios que
no han encontrado un trabajo mejor y venden su tiempo a cambio de muy poco
dinero, un régimen laboral de tipo militar y la certeza de que a los pocos
meses serán reemplazados por otros incautos que todavía no se habrán quemado a
causa de la degradación que supone realizar este tipo de trabajo.
Inma falleció de forma súbita. Sus
compañeros se asustaron y se levantaron de la silla desatendiendo sus obligaciones.
Los jefes de turno de la compañía Konecta
ordenaron a las empleadas que volvieran al trabajo inmediatamente. Tras la
indignación expresada por algunos trabajadores, la encargada de la sala les
aseguró que tenían la obligación de mantenerse en su puesto porque realizaban
un “servicio esencial”, un servicio tan imprescindible como el de atender a los
usuarios de una empresa de suministro eléctrico... Así que los compañeros de la
víctima tuvieron que seguir respondiendo a las llamadas de los clientes de Iberdrola[11]
con el cadáver de su compañera a pocos metros de distancia durante aproximadamente
cincuenta minutos, el tiempo que tardaron los servicios de emergencia en constatar
el fallecimiento de Inmaculada, y el que tardó el juez en dictaminar su muerte para
poder retirar el cuerpo sin vida de la fallecida y llevar sus despojos a la
morgue[12].
¿La dignidad de un fallecido y la salud mental de sus compañeros es menos
“esencial” que los euros que hubiera dejado de ingresar la empresa Konecta en menos de una hora por
permitir a sus empleadas salir a tomar el aire y reflexionar sobre lo sucedido?
Descansen en paz Inma y Muhammad.
En paz pero desterrados de nuestra
memoria: el filósofo y antropólogo Higinio Marín denuncia que en nuestra
sociedad ignoramos a los muertos al considerar la muerte como algo obsceno[13].
Es por esa razón que los tanatorios se ubican a las afueras de las poblaciones
y están construidos de tal manera que el finado queda oculto en una esquina, en
el interior de una sala interior, acorazado entre cristales y maquillado. Todo
para que nadie vea al muerto o, en su defecto, para que no parezca un cadáver.
Hace mucho que los niños no van a entierros ni velatorios, no sea que alguno se
dé cuenta de que es un ser mortal y no un pequeño dios al que sus padres
idolatran. Es mejor incinerar que inhumar: hay que deshacerse del cuerpo para
no tener que visitar la tumba de vez en cuando, como si en vez de tener un
familiar muerto hubiésemos cometido un asesinato. Higinio Marín se lamenta de
que en los rituales funerarios solo se consuela a los vivos y se ignora al
fallecido, pues éste no tiene valor per
se. También afirma que la muerte se ha vuelto irrelevante, que no merece la
pena prestar atención al acontecimiento decisivo de nuestras vidas.
La sexualidad, ancestralmente
privada, secreta, transgresora y maravillosa, se ha banalizado en la modernidad
para convertirse en una cosa pública regulada
por los Estados. El sexo, como todo lo personal, ahora es político; del sexo se
tiene que hablar en la primera cita; nuestras relaciones sexuales se han
convertido en una orgía multitudinaria en la que, además de los asustados practicantes,
intervienen médicos, sexólogas, feministas, abogados y policías; el sexo se ha
convertido para hombres, mujeres y niñas[14]
en un reclamo constante con el que se mercadea. La muerte, en cambio, ha pasado
a ocupar el lugar que antaño tenía en nuestras vidas la sexualidad —dadora de
vida—, así que hemos sustituido el eros por
la prostitución, la pornografía y la infertilidad, nos entregamos al tánatos y
enviamos a nuestros muertos a vagar eternamente por el limbo de la ignorancia[15].
¿Muerto? ¿Qué muerto? ¿Que se muere una empleada? Pues seguimos trabajando
junto al cadáver como si no hubiera pasado nada… ¿Qué cadáver? ¡Es mucho más
importante prestar un servicio a los vivos! ¿Qué se está muriendo el hombre que
nos permite escalar una montaña? Pasamos —literalmente— por encima de él, vaya
a ser que nos contagie la muerte.
Ignoramos que nosotros seremos los
siguientes en abandonar el mundo de los vivos, convencidos de que la muerte es
un accidente evitable, o al menos eso afirma el fantasioso sacerdote del
transhumanismo, Yuval Noah Harari. Si ignoramos a nuestros muertos no
aprendemos nada de los ancestros y acabamos siguiendo como corderitos los
dictados de los sabihondos del poder: en eso consiste el progresismo. Harari le
tiene tanto miedo a la muerte que, más que esconderla debajo de la alfombra, la
niega, creyendo ingenuamente que sus tan admirados —como sobrevalorados—
científicos podrán llegar algún día, no muy lejano, a poner fecha de caducidad
al acto de morir[16].
¿Los mismos científicos que fueron incapaces de curar un constipado van a librarnos
de la muerte? ¿Esos que no se dieron cuenta de que había gato encerrado? ¿Los
mismos científicos que contemplan impotentes cómo la esperanza de vida disminuye
de forma significativa en las “sociedades avanzadas” son los que van a espantar
a la parca?[17]
¿Aquellos que viven en países en los que la tercera causa de muerte son las
prácticas yatrogénicas me convertirán en un dios, eterno y todopoderoso?[18]
Bueno... ¿Qué importa? Aunque consiguieran
inventar el elixir de la eterna juventud en un laboratorio, a nosotros, los sin poder, nunca nos van a bendecir con
la vida eterna. Tampoco la deseamos. Los únicos vampiros con los que sueña
Harari son los tipos más ricos y poderosos, los mismos que promocionan sus
panfletos, los únicos que podrían pagar el costosísimo precio de la
inmortalidad, si es que la vida eterna fuera posible y tuviera un precio. Pero
mucho me temo que el intelectual del poder, más tarde o más temprano, morirá.
Su pequeño y contrahecho cuerpo será devorado por los gusanos, los mismos que
convertirán en polvo a los multimillonarios a los que adula, las mismas larvas
que se darán un festín con vuestros despojos y con los míos. La muerte nos
iguala, algo que los fanáticos de la voluntad de poder y el capitalismo no
pueden soportar[19].
Hay una relación clara entre la
ocultación de la muerte, el deseo infantil y egoísta de inmortalidad, el
desprecio por la vida de los demás y la ausencia de propósitos trascendentes en
nuestras vidas. Nuestros coetáneos se han abandonado al egocentrismo, de manera
que son incapaces de dedicar sus vidas a legar valiosos bienes inmateriales a
todos aquellos que les sobrevivan; nuestros coetáneos se han abandonado al
hedonismo, así que consumen su tiempo en la búsqueda de unos placeres
sensoriales que mueren tan pronto como se alcanzan; nuestros coetáneos se han
abandonado al epicureísmo, así que tienen tanto miedo a la enfermedad y a la
muerte que prefieren ser esclavos de aquellos que aseguran ponerles a salvo[20],
entregados a la comida, el alcohol, las drogas, el dinero, la adrenalina y las
diversiones fingidas. Una vida sin propósitos relevantes finaliza con una
muerte sin sentido.
Aquellos que malgastan sus vidas
ocupando todo su tiempo en trabajar para ganar dinero y consagrarse al consumo
de bienes y servicios superfluos[21]
nunca tienen tiempo de realizarse como seres humanos; siempre insatisfechos, se
empeñan en alargar eternamente su agonía, ignorando que el rumbo de su vida transita
por un callejón que conduce inexorablemente al vacío. Cuando se ignora el amor por
los demás y se sustituye por la voluntad de poder, el otro se percibe como un enemigo, un competidor que nos arrebatará
nuestra porción de la tarta, un rival del que nos podremos aprovechar o un
lastre en la consecución de objetivos tan insustanciales como un ascenso
laboral en un call center o un ascenso
hasta el pico del K2 para hacerse un selfie.
Si nosotros mismos somos incapaces de tomar en serio nuestra propia vida, ¿cómo
vamos a respetar la vida de los demás?
En Sobre la brevedad de la vida escribió Lucio Anneo Séneca: «Tenéis
miedo de todo, como mortales que sois y, sin embargo, ambicionáis todas las
cosas, como si fuerais inmortales. Oirás a la mayor parte de los humanos que
dicen: “A partir de mis cincuenta años me retiraré a descansar, y cuando cumpla
los sesenta abandonaré todas las ocupaciones”. ¿Y quién te garantiza, a fin de
cuentas, que has de vivir una vida tan larga? ¿No será demasiado tarde comenzar
a vivir cuando ha llegado ya el momento de morir? (…) Durante toda la vida
debemos aprender a morir»[22]. No es un buen lugar para morir una
triste oficina llena de ordenadores y luces fluorescentes, entre encargados sin
escrúpulos; tampoco es una muerte digna fallecer de hipotermia en soledad, al
tiempo que más de cien desconocidos bien abrigados te pasan por encima como si
no existieras; como no es una buena forma de morir tener un colapso inducido
por la droga en un infecto descampado de un barrio marginal, junto a un
instituto de enseñanza de paredes prefabricadas, a causa de un pinchazo que
prometía la felicidad pero es la causa y consecuencia de tu fracaso personal.
Por esa razón, mi compañero Kiko y yo decidimos no seguir el criterio de la
manada del grupo de amigos adolescentes, dejar a un lado nuestro miedo al sida
y cargar con el cuerpo de ese yonqui anónimo al que conseguimos sacar del
recinto escolar y llevar hasta una fuente próxima donde pusimos su cabeza bajo un
chorro de agua fría. Su hermano empujó repetidas veces el cuerpo inconsciente
del toxicómano hasta que los golpes activaron su organismo y permitieron que la
sangre volviera a circular por sus maltrechas venas. No somos dioses, Harari,
pero sí seres humanos que confían en sus congéneres; seres con corazón que no
vemos al prójimo como un objeto del que podamos extraer algún beneficio; seres
humanos que sacralizamos la vida humana.
Por
esa razón, cuando, una semana después, en las proximidades de la discoteca Shadon, nos encontramos con el mismo yonqui
y nos quiso quitar el poco dinero que llevábamos encima, lejos de lamentarnos,
Kiko y yo nos miramos y sonreímos, al ver que el hombre estaba bien de salud,
dentro de lo que cabía esperar. Uno de nuestros “amigos” aprovechó la
circunstancia para justificar su cobardía y ausencia de humanidad y echarnos en
cara que, el mismo tipo al que nos empeñamos en ayudar, ahora quería robarnos. Hicimos
oídos sordos a sus palabras, bromeamos con el toxicómano y seguimos nuestro camino[23].
El yonqui no entendió nada, pues no se acordaba de nosotros. Tal vez muriese a
las pocas semanas o meses por culpa de sus malos hábitos. Tal vez. O tal vez
consiguiera encontrarle sentido a la vida, enterrar sus monstruos interiores,
dejar las drogas y escapar del devaluado colectivo de carne para la picadora
que Yuval Noah Harari denomina «clase inútil». Tal vez dejó de tontear con
la muerte y de buscar insistentemente dañinos placeres fugaces para aceptar al
fin su condición de mortal, de ser humano sufriente que acepta el reto de la
vida, sus dificultades y su finitud, sin pretender evadirse de ella
pretendiendo ser un Dios[24].
[1] El espectacular aumento de los precios
que estamos sufriendo ha permito al Estado español incrementar un 65% su
recaudación tributaria. El Confidencial (8/6/2023).
[2] «La
gente vive mucho más tiempo de lo que se esperaba y no hay dinero para pagar
las pensiones y los tratamientos médicos (…) ¿Qué le ocurrirá al mercado
laboral cuando la inteligencia artificial consiga mejores resultados que los
humanos en la mayoría de las tareas cognitivas? ¿Cuál será el impacto político
de una nueva clase de personas inútiles desde el punto de vista económico? (…) En
el siglo XXI podemos asistir a la creación de una nueva y masiva clase no
trabajadora: personas carentes de ningún valor económico, político o incluso
artístico, que no contribuyen en nada a la prosperidad, al poder y a la gloria
de la sociedad. Esta “clase inútil” no solo estará desempleada: será
inempleable (…) Los humanos perderán su utilidad económica y militar, de ahí
que el sistema económico y político deje de atribuirles mucho valor (…)».
Extractos literales de la obra Homo Deus (2016)
de Yuval Noah Harari. ¿Ninguna “asociación de ofendidos” ha denunciado por delito de odio a Harari por semejante
apología del genocidio?
[3] Término usado en el siglo XIX para
denunciar la visión del ser humano que tenían los economistas utilitaristas y capitalistas
de corte liberal (John S. Mill, David Ricardo, Adam Smith), obsesionados con
una idea mutiladora y reduccionista: el motor de toda acción humana es la
búsqueda de la riqueza material.
[4] Término acuñado por la filósofo
germano-estadounidense Hannah Arendt en su obra La condición humana (1958) para referirse al ser humano de la
modernidad, consagrado en cuerpo y alma a la producción y valorado socialmente
por su productividad económica.
[5] «Debido
a una creencia humanista intransigente en la sacralidad de la vida humana,
mantenemos a personas con vida hasta que llegan a un estado tan lamentable que
nos vemos obligados a preguntar: “¿qué es exactamente tan sagrado aquí?” (...)
Quizá el hundimiento del humanismo también sea beneficioso (…) Mientras que
Hitler y sus acólitos planeaban crear superhumanos mediante la cría selectiva y
la limpieza étnica, el tecnohumanismo del siglo XXI espera alcanzar el objetivo
de manera mucho más pacífica, con ayuda de la ingeniería genética, de la
nanotecnología y de interfaces cerebro-ordenador (…) De ahí que el dataísmo
amenace con hacer a Homo sapiens lo
que Homo sapiens ha hecho a todos los
demás animales». Extractos literales de la obra Homo Deus (2016) de Yuval Noah Harari. ¿Ninguna “asociación de
ofendidos” ha denunciado por apología del
Holocausto al israelí Harari?
[6] El fenómeno
ovni vuelve a chocar en Estados Unidos contra la falta de pruebas: “Declaran
algo que ni siquiera han visto”, artículo de RTVE.es (30/7/2023) escrito por Samuel A. Pilar.
[7] Si usted tampoco se ha creído el cuento
del sida ni confía en la industria farmacéutica, le recomiendo el texto Desmontar el sida de Lluís Botinas o ver
el documental ELISA mató a Ruth,
disponibles en el sitio de Plural-21; también la película Dallas Buyers Club (2013) de Jean-Marc Vallée.
[8] Consultar el informe: Adulterantes de las drogas y sus efectos en
la salud de los usuarios: una revisión crítica (2019) publicado por la
Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas (CICAD) de la
Organización de los Estados Americanos (OEA).
[9] Muere
un sherpa subiendo el K2 y decenas de escaladores le pasan por encima sin
prestarle ayuda. El Mundo (11/8/2023).
[10] Kristin
Harila y “los récords vacíos”, artículo de Óscar Gorgoza. El País (1/8/2023).
[11] La obra social de la energética Iberdrola está dedicada en exclusiva a
promocionar con mucho dinero la ideología feminista. ¿Qué feminismo apoya Iberdrola? ¿El de la defensa de la dignidad
de la mujer de 60 años de clase trabajadora fallecida en su puesto de trabajo?
¿El de las empleadas de Konecta,
malpagadas y obligadas a trabajar junto al cadáver de su compañera? ¿O tal vez el
feminismo del empoderamiento de la encargada que obligó a sus congéneres a
seguir trabajando con Inmaculada de cuerpo presente? Adivinen…
[12] Inma
era teleoperadora, murió en la oficina y “no se paró el trabajo”: “Es un
síntoma de deshumanización”, artículo de Laura Olías. elDiario.es (19/6/2023).
[13] Entrevista de Álvaro Espinosa y Josema
Visiers a Higinio Marín en El Debate (12/8/2023).
Consultar también El hombre y sus
alrededores. Estudios de filosofía del hombre y de la cultura (2013) de
Higinio Marín.
[14] Adolescentes y niñas prepúberes se
contonean semidesnudas delante del teléfono móvil con bailes y gestos de
reclamo sexual que luego comparten en sus redes sociales. Niñas y jóvenes
acuden a playas y piscinas en tanga. ¿Se puede saber en qué están pensando sus
padres?
[15] Historia
de la sexualidad (1976), Michel Foucault.
[16] «Después
de haber conseguido niveles sin precedentes de prosperidad, salud y armonía (…)
es probable que los próximos objetivos de la humanidad sean la inmortalidad, la
felicidad y la divinidad (…) y transformar a Homo sapiens en Homo Deus (...) Al buscar la dicha y la inmortalidad, los humanos tratan en
realidad de ascender a dioses». Homo
Deus (2016). ¿Harari se cree este cuento o nos toma por imbéciles? Mientras
leía su libro no podía dejar de pensar en el soldado Svejk, el genial personaje
de la obra cumbre de la literatura checa creado por Jarsolav Hasek. ¿Es tonto o
se está quedando con todos nosotros?
[17] Preocupante
disminución de la esperanza de vida en los países de la Unión Europea. Euronews (1/5/2023).
[18] El
error médico, tercera causa de muerte en Estados Unidos, artículo de Live-Med (8/3/2018). Consultar también BBC (4/5/2016), Atlas Abogados (24/6/2019), El
Confidencial (30/3/2017), IntraMed (18/7/2016)
o France 24 (15/9/2019). Casualmente,
casi todas estas informaciones fueron publicadas en tiempos prepandémicos.
Sorprende la “inocencia” de Harari cuando afirma en Homo Deus (2016): «¿Qué harán
durante todo el día científicos, inversores, banqueros y presidentes?
¿Escribirán poesía? (…) Como bomberos en un mundo sin fuego, en el siglo XXI la
humanidad necesita plantearse una pregunta sin precedentes: ¿qué vamos a hacer
con nosotros? En un mundo saludable, próspero y armonioso (…)».
[19] «Ved
de quánd poco valor / son las cosas tras que andamos / y corremos / que, en
este mundo traidor, /aun primero que muramos / las perdemos (…) Estos reyes
poderosos / que vemos por escripturas / ya pasadas, / con casos tristes,
llorosos, / fueron sus buenas venturas / trastornadas; / así que no ay cosa
fuerte, / que a papas y emperadores / y perlados, /así los trata la muerte /
como a los pobres pastores / de ganados». Versos de Jorge Manrique en Coplas por la muerte de su padre. ¡A ver
si te enteras, Harari: te vas a morir, como todos los demás!
[20] «Puede
llamarse feliz el que no desea ni teme nada, beneficiándose del uso de la razón».
Frase extraída de la obra Sobre la
felicidad, Capítulo VI, de Séneca.
[21] «Esas
cosas que se ponen a la vista de todo el mundo (…) que muchos las enseñan a los
otros con estupefacción, es cierto que por fuera brillan, pero por dentro son
miserables. Busquemos algo, no solamente bueno en apariencia, sino sólido a la vez
(…) Porque, en lugar de los placeres, en lugar de otras satisfacciones que son
insignificantes y frágiles, además de perniciosas (…) surge un inmenso gozo,
inquebrantable y continuado; entonces viene la paz en bella armonía con el
espíritu, y la grandeza, en estrecha unión con la humildad». «Esos que
olvidaron sus principios por el placer se verán privados de ambas cosas; porque
pierden la virtud, y además no son ellos los que poseen el placer, sino que el
placer los posee a ellos: o se sienten atormentados por el placer o su
abundancia los estrangula». Fragmentos de la obra Sobre la felicidad de Séneca, Capítulos III y XIV.
[22] Capítulos IV y VII.
[23] «Te
equivocas cuando preguntas cuál es la finalidad que me mueve a buscar la
virtud: es como si quisieras conocer algo que puede existir por encima de lo
supremo, más allá del fin. Me preguntas, ¿qué es lo que pretendo de la virtud?
Ella misma; porque nada tiene que sea mejor». Fragmento de la obra Sobre la felicidad, Capítulo IX, de
Séneca.
[24] ¿Cuánto
más necesito para ser Dios? Recomiendo al lector que escuche la canción Jesucristo García de Extremoduro justo
al acabar la lectura del presente texto.