HABLEMOS
CON PROPIEDAD DEL PROBLEMA QUE NOS OKUPA
PASADO
Con veintimuchos años me tocó
por sorteo la adjudicación de un piso de protección oficial. Mi familia me
felicitaba, como si yo hubiera sido el héroe de una gran hazaña, como si me
hubiera tocado la Primitiva. Tal vez porque en la triste década de los años
2000, la época de la llegada masiva de inmigrantes extranjeros, el divorcio
como forma de matrimonio, el consumo de cocaína, las vacaciones low cost en avión, las tetas de
silicona, Operación Triunfo y Gran Hermano, el precio de la vivienda
se convirtió en un producto de lujo. El acceso a una vida bajo techo pasó de
ser la excusa del tándem Estado-capitalismo para esclavizar hasta la muerte a
la gente de clase trabajadora con la firma de una hipoteca, a ser un privilegio
de funcionarios del Estado, directivos de la gran empresa e hijos de papá, los
únicos que se podían permitir el lujo de no vivir con sus padres hasta la
senectud.
El proceso burocrático se alargó
tanto que explotó la burbuja inmobiliaria y solo seis o siete parejas tuvimos
la bula de la caja de ahorros y el préstamo concedido, quedando excluidos el
resto de “afortunados” en el sorteo, sin acceso a una vivienda VPO, a esa a la
que tenían “derecho” porque lo dice la Constitución y lo decía el presidente
Zapatero, pero que seguirían viviendo en casa de sus padres por la sencilla
razón de ser pobres y haberse quedado en el paro por la crisis de 2008. Así que
la mayoría de los pisos de “la Torre de Pirineos”, como era conocida la
promoción inmobiliaria de la corruptísima empresa municipal sociata Gramepark[1],
quedaron deshabitados y a mí me tocó, también por sorteo, ser el presidente de
la nueva comunidad. ¡La suerte me sonreía!, pensaba yo mientras subía las
escaleras del edificio porque, como casi siempre, los ascensores estaban
estropeados a causa del vandalismo de los niños de la simpática familia
musulmana que vivía en el 5º 4º.
Nunca entendí muy bien por qué
tenía que estar agradecido por tener que pagar, mensualmente y durante 25 años,
un montante de 209.000 euros más un tipo de interés variable y escandaloso para
vivir en un cuarto piso construido con materiales de ínfima calidad, mal
aislado del frío y del calor, peor insonorizado, con unas muy ecológicas placas
solares que nunca funcionaron y en el barrio más ventoso y triste de Santa
Coloma de Gramenet, al lado del Parque del Motocross. Cuando salía al balcón,
me deleitaba con las maravillosas vistas: al otro lado de la calle se podía ver
un edificio repleto de pisos patera en
los que vivían decenas de pakis que
hablaban constantemente a través del teléfono móvil y se acariciaban los pies.
Salía a la calle a comprar el pan, a subir y bajar cuestas, a respirar el aire
de los tubos de escape, a sortear los autobuses amarillos, a cambiar de acera
para no pasar justo al lado de los gitanos que trapicheaban y ponían a todo
volumen el hilo musical del barrio del Raval de Santa Rosa, y volvía a casa con
una barra de pan descongelado comprada en un badulaque, un producto más tóxico
que una lechuga de Chernobyl, pero es que no había otro tipo de comercios en el
barrio. En mi bloque se vendía droga y en un 7º piso había un taller chino de
confección que trabajaba en régimen 24/7. En la azotea, unos niñatos hacían
botellón y apedreaban las placas solares para después hacer pintadas y cagarse
en los ascensores. Los cuatro hijos de mi queridísimo y muy religioso vecino de
arriba se pasaban las noches correteando por el piso con zuecos de madera.
Mientras los hijos y los nietos
de los obreros que llevaban décadas cotizando a la seguridad social, pagando
impuestos, respetando las leyes y votando en las elecciones municipales al
Partido Socialista se quedaban sin su pisito en la calle Pirineos, el bloque se
llenaba de okupas, hijos y nietos de gente que nunca había trabajado ni pagado
impuestos, que no cumplían las leyes ni tampoco se habían molestado en acudir a
los colegios electorales a ejercer su “derecho al voto”. El Ayuntamiento
reaccionó, y para que no fuesen okupados los pocos pisos que todavía estaban
vacíos, rellenaron la promoción con indeseables de todo tipo, una cuidadosa
selección de lo peor de cada región de África, Asia y Europa, gente a la que le
dieron el mismo piso que a mí, pero sin tener que pagarlo. Okupas, clientes de
la sopa boba y pringados pagalotodo constituíamos los tres colectivos que convivían
en un edificio forrado de placas de colorines, para que todos los transeúntes
supieran que los que allí vivíamos portábamos el estigma de la marginalidad.
PRESENTE
La crisis económica de 2008
provocó las tibias protestas del 15-M, y éstas, para evitar males mayores,
comportaron el nacimiento de una nueva izquierda, “radical y revolucionaria”,
que prometió acabar con la casta y canalizó hacia las urnas toda la mala hostia
que afloraba de los poros de todos aquellos que soñaban con seguir trabajando duro
para quemar sus vidas fumando hachís marroquí, conduciendo un BMW Serie 1 y llevando a sus hijos a Eurodisney. Pero los podemitas llegaron
al gobierno y se convirtieron en casta. ¡Quién lo hubiera imaginado! De la
sobredosis de cocaína que esperaban conseguir, los votantes de la izquierda
solo han recibido una sobredosis de feminismo, ecologismo de postureo, bancos
pintados con los colores del arcoíris, manadas de violadores, Netflix, más tecnología, más soledad, más
mascotas y menos niños, trabajos que son un infierno y un trauma colectivo en
forma de dictadura sanitaria.
De las asambleas del 15-M hemos
pasado a un tipo de protesta que se limita a intercambiar memes en las redes
sociales o, en su defecto, atiborrarse de psicofármacos con receta y/o
suicidarse, porque cada vez menos personas soportan esta vida de mierda. Pero,
por si acaso, el mismo Estado que fabricó Podemos ha diseñado Vox, partido que
es tendencia en la primavera-verano de 2023. Las modas siempre vuelven, desde
los pantalones con pata de elefante hasta el fascismo rancio de toda la vida,
el fascismo de derechas. Y como repetir el golpe de Estado del 36 ha quedado
más obsoleto que el respeto y los valores, los medios de comunicación se
inventan polémicas de laboratorio que crispan, dividen, polarizan y embaucan a
los ciudadanos para que muerdan alguno de los anzuelos en forma de partido
político, siendo ahora el gusano más picante el de la formación de Abascal. Y
la polémica estrella de las elecciones de 2023 ha sido, sin duda, el problema de la okupación.
Vox promete defender el “derecho
de propiedad”, pero este derecho nunca ha existido en las sociedades
capitalistas. Fue el Estado el que creó la burguesía, una clase social
caracterizada por ser terrateniente o propietaria de los medios de producción. La
burguesía capitalista nació como consecuencia de las revoluciones liberales
protagonizadas por el ejército. El crecimiento del Estado requería de altos funcionarios,
industriales, grandes empresarios, banqueros, notarios, abogados, ingenieros, procuradores,
arquitectos, peritos, médicos y catedráticos; el Estado expropió por la fuerza
de las leyes y las armas los bienes comunales a las clases populares mediante
los procesos de desamortización, los puso a la venta por subasta y estos bienes
acabaron concentrados en pocas manos. ¿El capitalismo defiende la propiedad
privada? No. Más bien se basa en la expropiación de la propiedad de las gentes para
configurar una clase de grandes propietarios, siendo el Estado el primero de
todos ellos.
Un Estado que cobra el Impuesto sobre Bienes Inmuebles (IBI)
vulnera el supuesto “derecho de propiedad”. Un Estado que cobra el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones
vulnera el supuesto “derecho de propiedad”. Un Estado que cobra la plusvalía municipal por vender un inmueble
vulnera el supuesto “derecho de propiedad”, sin olvidar la declaración de la renta o los imaginativos impuestos sobre
“movilidad” o “basuras”. ¿Acaso Vox piensa suprimir estas tasas? En absoluto:
su presupuesto y éxito electoral dependen de la recaudación de impuestos.
Unos cuantos pisos de la Torre
de Pirineos estaban asignados a vecinos a los que el Ayuntamiento había
decidido tirar sus casas, expropiar los terrenos, apropiárselos y construir
edificios VPO para obtener ingresos legales, y también ilegales, a través de la
pantagruélica corrupción urbanística del Partit dels Socialistes de Catalunya[2].
Estos vecinos tuvieron que cambiar de barrio y fueron “recompensados” con un
precio de expropiación muy inferior al del coste de adquisición de la nueva
vivienda, así que tuvieron que hipotecarse para pagar la diferencia -siendo
todos ellos mayores de 55 años de edad- o renunciar a su “derecho de propiedad”
para vivir en régimen de alquiler social.
¿Piensa Vox anular este tipo de expropiaciones? Ya conocen la respuesta.
Los “propietarios” no pueden
desarrollar actividades económicas autosuficientes en su inmueble si no les
conceden los costosos y laberínticos permisos burocráticos. No se puede
edificar, tener animales, elaborar alimentos, gestionar el arbolado, extraer
aguas subterráneas, generar energía, fabricar productos, alojar huéspedes o
realizar cualquier otra actividad económica sin el correspondiente beneplácito
y fiscalización del Leviatán. Los “propietarios” tienen que pagar elevadas
tasas por hacer obras y reformas en su propia casa. ¿Es esto “propiedad privada”?
¿Piensa Vox instaurar de una vez por todas el “derecho de propiedad”? En
absoluto, pues este “derecho” nunca ha existido en la “sociedad de los derechos”,
la capitalista, y porque los Estados los otorgan, los regalan y presumen de
ellos, pero rara vez los contribuyentes se benefician de sus inalienables “derechos”.
Vox está siendo el primer
beneficiado del problema de la okupación,
un problema que alienta el mismo Estado que ha creado e impulsado este partido
de ultraderecha. Mientras la izquierda de los años 90 coreaba consignas a favor
de la okupación como símbolo de lucha anticapitalista, la mayor parte de la
okupación, lejos de ser anticapitalista, es una forma más de capitalismo. Como
presidente de la comunidad tuve una entrevista surrealista con un patriarca
gitano que negoció conmigo las condiciones del negocio que este hombre y su
familia estaban emprendiendo: tener el monopolio del alquiler de los pisos y
plazas de parking que estaban okupando en la Torre de Pirineos, así como la
exclusividad de la venta de droga en esas viviendas. A cambio, le pedí que los
inquilinos fuesen buenos vecinos, que no hicieran ruido por las noches, no
destrozaran las instalaciones comunes y no robaran ni agredieran a sus nuevos
vecinos. El patriarca intentó cumplir con su palabra, siendo relativamente
eficaz en su cometido.
Porque es este, y no otro, el gran
problema de la okupación: que los únicos perjudicados son las personas de las
clases populares, no los grandes propietarios, ni mucho menos el Estado, que se
limita a enviar a jóvenes con “aspecto alternativo” en categoría de trabajadores sociales que realizan
mediaciones entre vecinos afectados y okupas, como si el vecino que paga,
trabaja y no molesta a nadie esté en igualdad de condiciones que el que no paga,
no trabaja y hace la vida imposible a sus vecinos. La única vez que llamé a la
policía fue una noche de tantas en la que los vecinos de arriba no me dejaban
dormir y se negaron a escuchar mis justas razones, pero la policía no vino
porque nunca acudía cuando la llamada provenía de una de las viviendas de la Torre
de Pirineos.
FUTURO
Para solucionar el problema de la okupación, Vox promete
más policía, esa que no acudía a las llamadas de los vecinos de mi bloque, y
que en comisaría aseguraba “no poder hacer nada”, “tener las manos atadas” o
recomendaba “llamar a una empresa de desokupación”. Vox propone que el
Estado sea la solución de un problema que el mismo Estado genera y es incapaz
de resolver.
Uno de los principales activos
en la campaña electoral del partido de color verde es la propaganda que le está
brindando la empresa Desokupa, un
grupo de seguratas de discoteca y matones con cabeza rapada que se han
autoerigido como “defensores del pueblo”, sin que el pueblo se lo haya
solicitado. Pagar para que una empresa expulse de tu casa a los que te la han
arrebatado no parece una solución sensata ni inteligente, pues solo puede
servir para que más indeseables se atrevan a okupar viviendas para recibir el
dinero que se reparten a pachas con la empresa intermediaria, otra de las
grandes beneficiadas del problema que aseguran combatir.
Pero la cobardía, la soledad y
la destrucción de los vínculos familiares y de vecindad impiden que los
afectados por la okupación puedan resolver el problema por sí mismos, así que
tienen que recurrir a la “justicia” del Estado, y como ésta defiende siempre
los intereses de aquellos que carecen de valores y dinamitan la convivencia, no
tienen más remedio que pagar y confiar en los musculados empleados de Desokupa, los camisas pardas del siglo XXI. Mientras tanto, los medios de
comunicación se cuidan mucho de ocultar los casos en los que los vecinos de una
barriada han trabajado conjuntamente para organizarse, coger las armas, establecer
una estrategia y expulsar a los okupas que le hacían la vida imposible a los
miembros de su comunidad. Aunque moleste a bienpensados y pacifistas, la
autodefensa comunitaria es el único camino, el camino que la comunidad de
Pirineos no se atrevió a tomar por falta de atrevimiento y cohesión vecinal.
No pocos hippies y seguidores de la Nueva Era creen que el suelo que pisamos
no debe pertenecer a nadie, es la Pachamama, la madre naturaleza; los seres
humanos –aseguran- somos una especie depredadora, alimañas que deberíamos
desaparecer por el bien del planeta que nos acoge y nos colma con sus dones.
Este argumento chupiguay, qué
casualidad, no hace más que legitimar que los Estados y sus grandes
propietarios acumulen, año tras año, casi todos los medios de producción y se
los arrebaten a sus legítimos propietarios, las comunidades populares. La
tierra no debe ser una reserva natural, vaciada de pobladores humanos; la
tierra no tiene que ser “salvada” ni “protegida” por aquellos que la están
esquilmando (Estados y gran empresa). La tierra debe ser propiedad de las
comunidades humanas que la habitan para que gestionen sus recursos mediante un
régimen político de democracia directa por asambleas, el único que puede
impedir los abusos del Estado, la concentración de propiedad capitalista y la
destrucción del medio ambiente.
Debemos recuperar el comunal que
nos arrebató el Estado. Y el comunal, no se nos olvide, es una forma de
propiedad. Los bosques, los pastos, las aguas, las tierras de labor, los
alimentos que da la tierra, el viento y el sol, deben ser propiedad exclusiva
de los habitantes que pueblan cada territorio y gestionan colectivamente el
aprovechamiento de esos recursos. Al mismo tiempo, la libertad individual solo
se puede ejercer si todos tenemos una casa que sea nuestra, un huerto y unos
bienes personales. La propiedad comunal debe convivir con la propiedad
familiar.
Que no se nos olvide: la
propiedad no es un derecho otorgado por el Estado sino que es el instrumento de
nuestra libertad y de nuestro bienestar. Debemos proteger nuestra propiedad
-tanto la comunal, como la familiar- por todos los medios que sean necesarios,
gestionarla de manera eficiente y sostenible, mantenerla en buen estado
mediante el trabajo y legársela con orgullo a nuestros descendientes. Defenderemos
nuestra casa frente a militares, policías, ladrones, okupas, políticos,
banqueros, trabajadores de los servicios sociales y frente a todos aquellos que
pretendan arrebatarnos nuestras propiedades y nuestras libertades.
ANTONIO HIDALGO DIEGO
Defenderé
la casa de mi padre. / Contra los lobos, contra la sequía, contra la usura,
contra la justicia, / defenderé la casa
de mi padre. / Perderé los ganados, los huertos, los pinares; / perderé los
intereses, las rentas, los dividendos, / pero defenderé la casa de mi padre. / Me
quitarán las armas / y con las manos defenderé la casa de mi padre; / me
cortarán las manos / y con los brazos defenderé la casa de mi padre; / me
dejarán sin brazos, sin hombros y sin pechos, / y con el alma defenderé la casa
de mi padre. / Me moriré, se perderá mi alma, se perderá mi prole, / pero la
casa de mi padre seguirá en pie.
Poema -traducido del euskera- de
Gabriel Aresti.
[1] Gramepark,
en el epicentro de la trama de Santa Coloma, está al borde (de la) quiebra con
(un) agujero (de) 85 millones (Cinco Días, 31/10/2019).
[2] Condenados
los 11 acusados por el ‘Caso Pretoria’ de corrupción urbanística en Barcelona (El
País, 2/7/2018). Que en las elecciones municipales del 28 de mayo haya vuelta a
arrasar electoralmente el PSC en ciudades del extrarradio de Barcelona donde
los gobiernos de izquierda tienen a los barrios obreros en situación de total
abandono, como Santa Coloma de Gramenet o L’Hospitalet de Llobregat (donde
gobierna desde hace 15 años la investigada Núria Marín) revela que, o la
mayoría de los votantes son inmunes a la pésima gestión y la corrupción más
flagrante, o que los socialistas tiene la victoria casi asegurada gracias a las
redes clientelares que con tanto esmero han tejido desde hace décadas, y por
las que buena parte de los votantes tiene su sueldo secuestrado por antojo del
gobierno municipal.
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