UNA HISTORIA DE HOMBRES
Trabajo junto a otros veintitrés docentes,
de los que solo tres son hombres. La feminización de la educación es una de las
explicaciones de que el llamado “fracaso escolar” sea mayoritariamente
masculino, estadística que pasa por alto el sistema educativo estatal, así que
feminista. Pero este es otro tema, distinto al que quiero abordar.
Por mi trabajo, y otras razones que no
vienen al caso, mi mundo se ha vuelto cada vez más femenino, tanto que a veces
pienso que cualquier día de estos me va a venir la regla. Aunque doy mi palabra
de hombre que si algún día me pongo a menstruar no me odiaré por ello como sí
hacía la infame Simone de Beauvoir, santa matrona del feminismo, mártir del
autoodio y la más ilustre misógina del panteón de la fama. Tan poco masculino
es mi mundo que cuando mi cuñado me llamó para que fuera a jugar a pádel junto
a dos amigos suyos no dudé en decirle que sí, a pesar de los muchos kilómetros
y el atasco en hora punta que suponía pasar una tarde de lunes en compañía
masculina.
El pádel es el nuevo fútbol. Como cada vez
es más difícil reunir a unos cuántos, y el riesgo de lesión aumenta
considerablemente a partir de los cuarenta, este juego para cuatro sin contacto
físico se ha convertido en el nuevo deporte rey del siglo XXI. El pádel
es tan popular en los barrios obreros que ha conseguido desprenderse del
estigma que tuvo en sus inicios, como deporte vinculado a la derecha casposa y
codiciosa del expresidente José María Aznar.
Los dos amigos de mi cuñado, muy buena
gente.
El olor a sudor en el coche después de una
larga jornada laboral me pareció el mejor de los augurios, tan acostumbrado al
aroma del desodorante femenino; sentir los comentarios festivos que celebraban
las características físicas de las cuatro mujeres que jugaban en la pista de al
lado me indicaba que el esfuerzo valdría la pena; los constantes chistes que se
lanzaban como dardos los tres amigos con excusa de sus defectos físicos, falta
de habilidades deportivas o ausencia de vida sexual, unas bromas que en ningún
caso carcomían la autoestima del compañero sino que servían para estrechar los
lazos de camaradería a base de ingenio y sentido del humor, elevaron mi estado
de ánimo. Poco a poco noté cómo mi masculinidad resurgía con fuerza, abriéndose
camino entre la camiseta de fibra sintética de color verde fosforito y los
pantalones del Atlético de Madrid. Atrás quedaron todas esas charlas de apoyo
emocional tan comprensivas y esa obsesión por quedar bien con los demás. Como el Increíble Hulk, comencé una
metamorfosis que me hacía sentir más fuerte, más bruto y más hombre. Así con
fuerza la pala y golpeé la pelota como si mi vida dependiera de ello. El Antonio
profesor, consagrado al arquetipo del monje, había muerto, ahogado
entre libros; renacía el Antonio guerrero, ese fiero ser humano sediento
de belicosidad que aguardaba su oportunidad desde hacía mucho tiempo en el
interior del escroto. Mi vida por fin tenía sentido: mi único propósito era
ganar esa partida de pádel.
Perdimos. Perdí.
Supongo que el hecho de llevar tantos
meses sin practicar fue decisivo en la ajustada derrota que sufrimos. Me
imaginé a mi madre vestida de espartana despidiéndome de casa con un escudo
para decirme que si no volvía victorioso sería mejor estar muerto. Pero la
sangre no llegó al río. Sí llegaron las cervezas, tan rápido como se
consumieron, consumición que pagó mi cuñado. El que pierde, paga.
Y ese momento, el de la charla después del
partido, fue sin duda el más significativo de la tarde. Los dos hombres estaban
divorciados. Uno de ellos explicó que su exmujer se quejaba constantemente de
que él no colaboraba en las tareas domésticas y que, «para no escucharla», se ponía a limpiar los cristales a las once
de la noche después de una agotadora jornada laboral como camionero que
comenzaba a las cuatro y media de la madrugada. Parece ser que esa mujer no
valoraba que su marido, además de aportar el único sueldo que entraba en casa,
hiciera la comida para toda la familia, entre otras tareas que para su exigente
esposa pasaban desapercibidas. Una mujer que aseguraba no tener tiempo
suficiente para los quehaceres domésticos pese a negarse a trabajar porque «no había venido desde Argentina para ser barrendera».
El divorcio estaba siendo todo un drama debido a las muchas exigencias económicas
y personales que la ex estaba imponiendo a ese santo varón con el
beneplácito de la ley y los abogados. «Tengo
el cielo ganado», aseguró en más de una ocasión mi contrincante. Luego pude
saber que, además de los abusos y desprecios que este hombre recibía con
asiduidad de su antigua pareja, en varias ocasiones había soportado golpes y
violencia física, una circunstancia tristemente frecuente pero que sigue sorprendiéndonos,
especialmente si el hombre maltratado mide más de un metro noventa y pesa más
de cien kilos.
Al día siguiente fui incapaz de disfrutar
de un paseo por mi pueblo por culpa de dos circunstancias: las molestas
agujetas que me recordaban la derrota a cada paso que daba, y la lectura de
unas ofensivas pintadas que han aparecido en las fachadas de los edificios
aledaños al ayuntamiento. Una decía (traduzco del catalán): «Machirulo muerto, abono para mi huerto»;
otra mostraba esta frase (vuelvo a traducir): «Hombre aliado, te tenemos bien calado»; la mayoría de los
grafitis, perpetrados probablemente por el mismo grupo de indeseables,
insistían en un mismo lema: «zona antifeixista» («zona antifascista»). Supongo que no debería perder el
tiempo en explicar que las fascistas del pueblo son precisamente ellas o, más
que fascistas, nazis, femi-nazis, en tanto que desean exterminar a un colectivo
humano en base a sus características biológicas a través de una ideología
impuesta por el Estado y la gran empresa capitalista. Y no debería perder el
tiempo explicando por qué razones estas mujeres deben ser llamadas «nazis» ya
que estoy seguro de que ellas no me leen, entre otras cosas porque carecen de
este saludable hábito, pero también porque mis lectores son bien conscientes de
que el feminismo es la principal y más peligrosa forma de fascismo que
existe actualmente en nuestra sociedad.
Soy muy consciente de que la mayoría de
las mujeres, con sus defectos y sus virtudes, son seres humanos dignos que nada
tienen en común con los engendros
empoderados que han realizado las pintadas en mi pueblo o maltratan a sus
parejas. Pero lo mismo podemos decir de nosotros, los hombres. Ya está bien de
ser tachados de agresores, maltratadores, violadores y vagos insolidarios. Ya
está bien de ser discriminados por el sistema legal. Ya está bien de
feminismo.
Hagamos que cada día sea el Día contra
el feminismo y contra los poderes que lo han creado, lo financian y
promocionan. Hagamos que cada día sea el Día del hombre, del hombre
trabajador, del hombre digno, del hombre bueno, del hombre
revolucionario, del hombre que se respeta a sí mismo y respeta a las
mujeres. Celebremos el Día del orgullo masculino, el Día del
orgullo heterosexual, también el Día del padre.
Me tenéis bien calado, enemigas feministas; y por eso os digo que nunca
seré vuestro aliado. Como nunca seré aliado de ningún nazi que desprecie o discrimine
a otro ser humano por su sexo, raza o condición
sexual.
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