Pablo Hasél es un idiota,
un letrista torpe y un peor músico. Un ser pequeñito e insignificante que se ha
hecho famoso sin saber cómo ha ocurrido. Un “revolucionario” de pacotilla. El rapero
más citado de un país en el que a casi nadie le gusta el rap. Hasél es un cantante
blanco que todavía no se ha dado cuenta de que no es negro. Pablo Rivadulla
Duró ‘Hasél’ (de nombre artístico árabe, porque todo lo islámico mola y es muy
progre) presenta un aspecto desaliñado que contribuye a que caiga mal a casi
todo el mundo. Su música no tiene apenas seguidores. Antes de que empezara la
última función del circo mediático de turno, Hasél era un artista desconocido,
el payaso triste y gruñón del circo, el “intelectual” enfadado que destila
bilis cada vez que coge el micrófono, una bilis que se torna dulce néctar a
oídos del Estado y la gran empresa capitalista a la que cree combatir con sus
canciones. Porque, como buen comunista, Pablo Hasél es un “niño” pijo de 32
años, el hijo de papá de un rico empresario de la construcción que provocó la
desaparición de la Unió Esportiva de Lleida tras dejar el club con una deuda de
10 millones de euros, y el nieto de un teniente franquista que se dedicó a
masacrar a combatientes revolucionarios del maquis en el Valle de Arán en
octubre de 1944.
Pero, por encima de todo,
Pablo Hasél es un pringado. Mientras que el perrito
ladrador Willy Toledo, el chihuahua del cine español, ese pésimo actor y
polemista tuitero, lleva muchos años viviendo del cuento a merced de su papel
de falso revolucionario al servicio del poder, al rapero catalán le ha tocado
ser chivo expiatorio del último culebrón orquestado por el CNI. El palmero del
Che Guevara, Stalin y distintos grupos paramilitares al servicio de las cloacas
del Estado español, ha sido varias veces condenado por su frenética labor como
letrista y activista “antisistema”. Hasél ha sido detenido por ‘enaltecimiento
del terrorismo e injurias a la Corona’ y su detención, lejos de haber pasado
desapercibida como las otras veces, ha propiciado una más bien poco espontánea
oleada de indignación que está recorriendo las calles de diferentes ciudades
con manifestaciones de protesta y enfrentamientos violentos con la
policía.
¿Quiénes son los
indignados? Los mismos de siempre. Antifas
encapuchados que queman contenedores de basura, tiran piedras y petardos, trazan
las manoseadas pintadas de turno y actúan al compás de la policía en una
coreografía mil veces ensayada, en una especie de combate de wrestling más falso que una peseta de
madera, en un toma y daca del gato y el ratón, en una batalla urbana
precocinada a modo de protesta social de la que la sociedad ni participa ni
apoya, porque es cosa de la policía, de sus confidentes y de los reporteros que
toman las imágenes que nos arrojan los noticieros. Las manifestaciones en
solidaridad con Pablo Hasél son tan poco revolucionarias como las canciones que
han llevado al cuartelillo al rapero leridano.
Mientras los medios de
comunicación denuncian tamaña injusticia que atenta contra la libertad de
expresión, las redes sociales continúan censurando contenidos verdaderamente
revolucionarios. Mientras Hasél se hace el malote con sus letras
antimonárquicas, la obra ¿Qué pasó en
Alcàsser? de Juan Ignacio Blanco, bastante más despiadada con la figura del
rey, sigue siendo el único libro censurado en la España del Régimen de 1978.
Mientras Hasél incendia las calles con sus canciones, el Estado está aplastando
nuestras libertades fundamentales con la excusa de proteger nuestra salud.
Mientras los “antifascistas” se enfrentan a la policía, la policía multa, niega
libertades, maltrata, agrede, zurra y tortura como hacía años que no se veía, a
cada vez más personas de a pie por no llevar la dichosa mascarilla o por
saltarse el confinamiento. Mientras la opinión pública mira la fea cara de
Hasél, los medios de comunicación distraen la atención de lo que está
ocurriendo, que no es otra cosa que la implantación de una dictadura
totalitaria y liberticida dirigida por un gobierno de la misma izquierda que
defiende Hasél, y consentida por la misma derecha a la que Hasél critica. Que Pablo
Hasél haya sido detenido en una universidad, antigua sacristía vetada a la
policía, dice mucho de “nuestra” más que supuesta “democracia”. Que los Mossos d’Esquadra hayan dirigido la
operación policial de detención del rapero, dice mucho de este cuerpo y de su
adhesión al sistema de represión del Reino de España.
Pablo Hasél es un idiota.
¡Libertad para Pablo
Rivadulla Duró! Porque la palabra, no delinque.
ANTONIO HIDALGO DIEGO
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