ME
MANIFIESTO CONTRA LAS MANIFESTACIONES
Quien no llora, no mama. Pero
quien llora mucho es un llorica y el que mama es un mamón.
La humanidad, como bien supieron
vaticinar los “sabios” darwinistas del diecinueve, no ha hecho más que “evolucionar”,
y como resultado de este “progreso” hemos alcanzado un nuevo estadio que
podríamos denominar «lactante». Hace mucho que la sociedad dejó de ser
tediosamente adulta, así que conformada por individuos responsables,
autosuficientes y libres, para rejuvenecer transformada en una sala
hospitalaria de neonatos prematuros, pedigüeños, cagones y a medio cocer. Nos
falta un hervor. Como le falta un hervor al sujeto que sujeta la pancarta de la
imagen de la entradilla en la que manifiesta su amor incondicional a un Estado
que reprime sus libertades y atenta contra su vida. España me pega porque me quiere, porque le importo, se autoengaña
el derechista maltratado. Es una pena que el Ministerio del Interior no haya
puesto a su disposición un número de teléfono de atención a los votantes que
sufren «violencia de Estado».
Siendo un pequeño mamón acudí a
mi primera manifestación en brazos de mis padres, un acto de masas en el que se
exigió algo tan alejado de nuestros intereses como la aprobación del Estatut d’autonomia[1].
Esa movilización de protesta había sido convocada por los dirigentes del Estado
español en Cataluña, una mafia de ricachones liderada por el corruptísimo banquero
Jordi Pujol[2]
y su sacrosanta esposa, la racista Marta Ferrusola[3].
Como resultado de este acto multitudinario, el populacho legitimó un régimen político
que, cuarenta y cuatro años después, sigue mostrándose como el segundo tinglado
más corrupto de la «España de las autonomías», el llamado «Oasis catalán»[4].
Ya crecidito, mi segunda manifa fue con quince años de edad. Los
profesores-funcionarios del instituto Terra
Roja de Santa Coloma de Gramenet, donde me saqué el bachillerato,
organizaron una protesta reclamando vallas. ¡Queremos
vallas!, gritábamos los chavales, eufóricos por perder un día de clases. Altas
vallas para que el centro de enseñanza se pareciera un poco más a un recinto
penitenciario y para que los toxicómanos no se colaran en el interior de la escuela
para pincharse. Como era de esperar, la “espontánea” movilización de los
adolescentes colomenses para ponerle puertas al campo fue todo un “éxito”: a las
pocas semanas teníamos unas flamantes vallas… que fueron agujereadas unos días
después.
Cuando tenía veintiséis, los
obreros de Seat cortamos la A-2 a la
altura de Martorell, realizamos varios días de huelga y nos manifestamos en
Barcelona porque la empresa quería recortar la plantilla. Unas semanas después se
llevó a cabo una negociación entre la propiedad y los representantes sindicales
de Comisiones[5],
U.G.T. y C.G.T. en un hotel de cinco estrellas donde no faltaron la comida, la
bebida y las prostitutas[6].
Resultado: varios cientos de trabajadores de Seat se quedaron sin trabajo. Fueron despedidos poco a poco, día a
día, a lo largo de meses, sin avisar, sembrando el pánico entre los obreros que
temían ser los siguientes en ser despedidos; siempre al inicio del turno de
mañana, enterándose de su nueva situación de desempleados al no poder acceder al
recinto industrial tras pasar su tarjeta por el torno de la entrada; siendo
custodiados hasta la calle por los seguratas que impedían que los gritos de
protesta de los nuevos parados contagiaran a sus somnolientos compañeros que,
paralizados por el miedo al desempleo, giraban la cara y subían las escaleras
que les conducían al matadero de la línea de montaje.
La última manifestación a la que
he asistido —y asistiré— se produjo en el transcurso de la “letal epidemia” de
constipado asiático. Ni el ballet Bolshói de Moscú hubiera sido capaz de representar
una coreografía tan acompasada; a las inequívocas señales de los antidisturbios
de los Mossos d’Esquadra le siguieron los precisos movimientos de violencia
callejera gratuita de un conjunto de manifestantes con la cara tapada (policías
de la secreta o confidentes) que tiraron petardos y piedras con tan mala
puntería que no llegaron a impactar contra los agentes uniformados. Esta performance sirvió de excusa a los
policías que, armados hasta los dientes, emprendieran una carga violenta contra
el resto de manifestantes, los que no tirábamos piedras, los mismos que
intentábamos salir de esa ratonera llamada Plaça
de Sant Jaume que tenía las salidas taponadas por las lecheras de los Mossos y donde, qué casualidad, residen
los poderes autonómico y municipal en Barcelona[7].
Unas instituciones que, por cierto, nunca escucharon nuestra voz de protesta y
continuaron implementando la demente dictadura sanitaria en curso.
A las manifestaciones, igual que
a una entrevista de trabajo, igual que a la oficina del director de una entidad
bancaria, igual que al comedor social de Cáritas
se va a mendigar, lo que resulta en dependencia, sumisión y pérdida de
dignidad. Llorar para que te den es suplicar por unas cadenas y reconocer la
autoridad del que tiene poder. Algunos antropólogos consideran que el origen de
las jefaturas se encuentra en las sociedades que reconocieron a un «gran hombre»,
un listillo que, a base de trabajo o persuasión, conseguía acaparar un mayor
número de bienes de consumo que luego compartía “generosamente” con un
populacho agradecido en el transcurso de grandes banquetes que él mismo
organizaba y en los que conseguía ser reconocido como máxima autoridad de su comunidad,
entre aplausos y vítores[8].
Después de un tiempo recibiendo
comida gratis, el animal de granja, cebado y domesticado, ha mordido el anzuelo
y baja la guardia; dependiente e indefenso, no entiende porqué su depredador,
el antaño benefactor, se abalanza sobre él con aviesas intenciones. La presa,
incauta, deja de ser un objeto consumidor
para convertirse en objeto de consumo.
Al votante, siempre engañado, solo le queda suplicar por sus “derechos”, exigir
que se apliquen las leyes, añorar los tiempos en los que el estado de bienestar
era generoso y en los que la policía se presentaba ante él con una sonrisa en
los labios dispuesta a ayudarle a cruzar el paso de peatones. Cuando la riqueza
escasea y el gran hombre está afectado
por la senilidad y la decadencia, como ocurre con los actuales Estados
europeos, sus electores tienen que competir por las migajas y arrastrarse como
gusanos pidiendo una mejora salarial, un puesto de trabajo, una paguita o un
“derecho inalienable” que el mismo que nos lo concedió, por los siglos de los
siglos, nos ha arrebatado.
En los últimos lustros, las
manifestaciones han sido cada vez más multitudinarias, en tanto que las
convocan unos poderes recrecidos que se valen de la cada vez mayor influencia
de los medios de comunicación de masas y las redes sociales. El rebaño crece en
número y obediencia. Que la mayor parte de la población viva en ciudades no
hace más que mejorar los datos de asistencia a esas movilizaciones que se dicen
“populares” pero son en verdad «populacheras», en tanto que están orquestadas
por minorías de poder que usan a las masas para conseguir sus objetivos
estratégicos o enfrentarse a otros grupos de poder de las oligarquías
estatales. Que el éxito o la legitimidad de una protesta se mida por el número
de zombis que agitan una bandera es una falacia ad populum, fiel reflejo de una sociedad de mala calidad.
En su obra más conocida, La rebelión de las masas (1929), José
Ortega y Gasset define al «hombre-masa» y le señala como responsable del auge
de los nefandos totalitarismos del siglo pasado, fascismo, bolchevismo y
nacional-socialismo. Los hombres-masa
son un marasmo de «individuos sin calidad», sin criterio, sin libertad
interior, aquejados de un «yo vacío» que, guiados por aquellos que les prometen
una vida cómoda o mejor, se convierten en «muchedumbre» usada como arma
arrojadiza con el objetivo de desgastar o deponer gobiernos. Ortega, burgués,
alto funcionario del Estado español y colaborador de la infausta Segunda República
primero, y de la ominosa dictadura franquista después, tenía miedo de que estas
masas, tan útiles a los objetivos estratégicos del Estado para el que trabajaba,
escaparan al control de las minorías que las teledirigen desde los foros de la
prensa escrita y la radiodifusión (hoy, la televisión e Internet) y
protagonizaran una verdadera revolución[9].
El temor que mostraron intelectuales del poder como Ortega y Gasset y Miguel de
Unamuno a que se produjera una “rebelión de las masas” era del todo infundado,
como podemos atestiguar un siglo después. Al carecer de calidad moral,
intelectual y espiritual, las acciones de los manifestantes que gritan a coro
lemas y consignas elaboradas por otros solo puede desembocar en el
establecimiento de regímenes brutales que, con un discurso populista que
promete igualdad, grandeza o abundancia, persiguen la libertad individual y el
pensamiento libre.
Hemos visto manifestaciones de
millones de catalanes reclamando algo tan poco revolucionario como es un Estado,
uno propio, pero hecho a imagen y semejanza del «Estado opresor», solo con la
intención de tapar el escándalo de corrupción de Pujol y sus secuaces. Al mismo
tiempo, vimos manifestaciones de catalanes españolistas gritando vivas a la
Guardia Civil, el cuerpo policial más homicida de la historia de España. Hemos
visto infantiloides manifestaciones a favor de la religión del cambio
climático, grotescas astracanadas del “orgullo gay”, odiosas concentraciones
androfóbicas de colectivos feministas y ruidosos aplausos balconeros dirigidos a
los integrantes de un sistema sanitario que colaboraba activamente en el
establecimiento de una dictadura de influencia china en la que se abolieron los
derechos de asociación y circulación, al tiempo que se forzaba a la población,
niños y embarazadas incluidos, a inocularse un veneno experimental de
consecuencias imprevisibles. Hemos visto revoluciones de colores en Ucrania que
han precedido a una terrible guerra imperialista en la que están muriendo
cientos de miles de personas. Hemos visto manifestaciones pacifistas (¡No a la guerra!) programadas por un
partido político que nos metió en la O.T.A.N., el ejército más criminal de la
historia de la humanidad. Y en las últimas semanas, hemos visto manifestaciones
de protesta contra un infame gobierno de izquierdas, protagonizadas por votantes
de la derecha que aspiran a ser sometidos a la voluntad de otro gobierno que
será igualmente infame.
Podríamos pensar que, como las
sociedades europeas y el ser humano actual, los manifestantes han ido degenerado
con el paso del tiempo. Pero las concentraciones de protesta siempre han tenido
esta naturaleza, desde sus inicios. Relata Charles Tilly en Contentious Performances (2008) que las
primeras manifestaciones nacieron entre los siglos dieciocho y diecinueve,
cuando los primeros medios de comunicación imponían su opinión a las masas y las
revoluciones liberales acrecentaban el poder de los Estados a costa de la
pérdida de la soberanía de los pueblos europeos. El pueblo había dejado de ser
«pueblo», al perder su cultura y mismidad, para convertirse en un «populacho» patriótico
que, de manera más o menos crítica, se sumaba al proyecto ideológico del estado
nación. La primera manifa de la
historia se orquestó en Inglaterra, en 1768, y su motivo fue el de apoyar a un
parlamentario burgués de discurso radical llamado John Wilkes, partidario de la
libertad de prensa (de la misma prensa que había convocado las protestas) y del
derecho más insustancial que se haya otorgado jamás, el sufragio universal. La
segunda gran manifestación de ese país, en 1816, reunió a más de cien mil
veteranos de las guerras napoleónicas que exhibieron su patriotismo ante la
mirada del rey Jorge. La tercera manifestación de la historia británica, siempre
en base al estudio histórico de Tilly, provocó la llamada «Masacre de Peterloo»
de 1819, con cientos de muertos masacrados por el ejército, pobres diablos que
fallecieron reivindicando algo tan inerme como el derecho al voto, hoy
fundamental en el sostenimiento de los actuales regímenes políticos de
dominación. La cuarta gran manifestación de la historia del Reino Unido se
produjo en 1820 en favor de la «reina agraviada», Carolina de Brunswick.
Solo por imitación de este
modelo de movimiento de masas auspiciado por el Estado y apoyado en
festividades religiosas o conmemoraciones militares, los líderes sindicales de
los trabajadores industriales de Gran Bretaña comenzaron a organizar las
primeras manifestaciones obreras en la década de 1820. El interés de las
organizaciones sindicales centralizadas era canalizar el descontento de un
proletariado explotado que se había entregado al sabotaje, el ludismo y la
violencia contra los patrones. Vincent Robert[10]
asegura que esas concentraciones de protesta estaban fomentadas y toleradas por
los poderes estatales, al menos hasta la década de 1880, cuando se produjeron
masacres indiscriminadas como el Bloody
Sunday, el «Domingo sangriento»
de Londres del trece de noviembre de 1887. Tras estos episodios, las
organizaciones sindicales que convocaban los actos de protesta se cuidaban
mucho de reclamar solo aquello que las autoridades competentes estaban
dispuestas a reconocer, desde el derecho al voto a la reducción de la jornada
laboral. Ya en 1909, las protestas suscitadas por la ejecución del pedagogo
Francesc Ferrer i Guàrdia en Cataluña contaron con un servicio de orden interno
que evitó cualquier exceso o demanda inapropiada por parte de unos obreros
barceloneses todavía exaltados por la revuelta popular que habían protagonizado
unos días antes, la llamada «Semana Trágica» de Barcelona. La organización de esta
manifestación fue la manera que encontró el Estado español de encarrilar el
descontento popular de un pueblo que había emprendido un proceso revolucionario
y antimilitarista en verano de 1909.
La manifestación es una
herramienta útil para los que viven de su pertenencia a un sindicato, oenegé o
partido político. La manifestación es una forma de protesta reformista de
personas que aceptan el orden estatal y capitalista y aspiran a mejorarlo, así
que a consolidarlo y fortalecerlo. La manifestación es la manera que tienen las
autoridades de controlar la indignación popular antes de que derive en una
transformación social significativa. Como el trabajo asalariado, la
manifestación es una forma de dominación, en tanto que el operario no participa
de modo alguno en la organización, estrategia y orientación del acto de
protesta, sino que, alienado, se limita a repetir consignas, aguantar la
pancarta y desfilar sumisamente tras los pasos de sus líderes, solo a cambio de
una limosna. Desde el punto de vista de la estrategia miliciana, cualquier
manifestación es un contrasentido; los manifestantes, lejos de beneficiarse del
factor sorpresa y del conocimiento del terreno, convocan y publicitan el acto
con anticipación, acuden a la concentración desarmados y desprotegidos,
carentes de cualquier organización de combate, táctica y formación, y se
concentran en el centro de una ciudad, frente a la sede de poder de su supuesto
enemigo donde son -o pueden ser- acorralados, identificados, detenidos,
gaseados, aporreados, rociados con chorros de agua a presión o disparados con
diferentes tipos de munición. Acudir a una manifestación es como escribir una
carta a los Reyes Magos sabiendo que nos van a traer carbón.
¡No a las manifestaciones! ¡Hagamos
la revolución![11]
[1] Manifestación de la Diada del once de septiembre de 1979.
[2] El juez José María de la Mata Amaya,
titular del Juzgado Central de Instrucción número cinco, consideró en julio de
2020 que la familia Pujol Ferrusola conformaba una asociación ilícita y
criminal destinada al blanqueo de capitales, falsedad documental y fraude a la
Hacienda pública. Fuentes policiales estiman que el dinero sustraído de manera ilegítima
por la familia Pujol ronda los 500 millones de euros; el partido Ciudadanos estimó que el montante
ascendía a 2.500 millones; se sabe que la cuenta bancaria de los hermanos Pujol
Ferrusola en Suiza contaba con 137 millones de euros de dudosa procedencia. El Periódico (29-11-2017), La Sexta (15-10-2021) y Libertad Digital (3-8-2014).
[3] Además de mentir como una bellaca
asegurando que su familia vivía prácticamente en la indigencia «(mis hijos) van con una mano delante y otra detrás» o
«no tenemos ni un duro» [frases traducidas
del catalán], Marta Ferrusola también dejó numerosas sentencias de corte
racista dirigidas contra inmigrantes extranjeros o procedentes de otras zonas
de la península, como cuando criticó al expresidente de la Generalitat, José
Montilla, por no hablar bien el catalán y por haber nacido en Andalucía («me molesta mucho», confesó). Curiosas
declaraciones las de la primera dama, siendo toda la familia materna de Marta
Ferrusola originaria de Daroca (Aragón).
[4] Solo los 3.000 millones de euros del caso
de los ERE en la comunidad autónoma de Andalucía, un caso de corrupción
vinculado en esta ocasión al Partido Socialista, superaría el montante de
dinero apropiado indebidamente por el clan mafioso de los Pujol en Cataluña. Telecinco, 23-3-2023.
[5] Recuerdo que un compañero de trabajo de
la línea dos del taller ocho de Seat de
origen marroquí hacía frecuentemente un chiste con el nombre del sindicato
CC.OO. Mientras pronunciaba la palabra «Comisiones» con una sonrisa en la boca,
hacía un gesto con los dedos que simboliza «ganar dinero con avaricia».
[6] La famosa negociación sindical en el
hotel de las putas era vox populi durante
las conversaciones de la parada del bocadillo.
[7] Recomiendo la lectura de mi artículo Definición de las ratas publicado en la
revista Amor y Falcata (28/12/2020),
en el que resalto cuán absurdo y contraproducente resulta organizar una
manifestación en una plaza con pocas salidas que suele estar sitiada por los
antidisturbios de la policía.
https://amoryfalcata.wordpress.com/2020/12/28/definicion-de-las-ratas/
[8] Consultar la obra A Solomon Island Society: Kinship and Leadership Among the Sivai of
Bouganville (1955) de Douglas Oliver y el artículo Poor Man, Rich Man, Big Man, Chief: Political Types in Melanesia and
Polinesia (1963) del antropólogo norteamericano Marshall Sallins.
[9] No solo José Ortega y Gasset tenía miedo
de que las masas acabaran con el hobbesiano orden estatal. Otro intelectual
veleta contemporáneo de Ortega, Miguel de Unamuno, escribió: «Se conducen bien las aguas; pero cuando la
cañería se rompe, no hay manera de encauzarlas. Igual que ocurre con las masas,
es peligroso movilizarlas, porque nadie puede vaticinar adónde llegarán en
definitiva». Referenciado en la obra En
el torbellino, Unamuno en la Guerra Civil (2018) de C. Rabaté y J.C.
Rabaté.
[10] Les
chemins de la manifestation (1848-1914) de Vicent Robert (1996).
[11] En los próximos días se publicarán las Bases para una Revolución Integral donde
se concreta el ideario y naturaleza transformadora del Movimiento por la
Revolución Integral del que participo.