Mi abuelo se suicidó.
Nunca llegué a conocer al hombre que
nos dejó en herencia un puñado de preguntas sin resolver, algún que otro trauma
intergeneracional y, en mi caso, un notable parecido físico, o al menos eso
muestra la única fotografía que nos ha llegado del hombre que nos abandonó dos
veces.
Mi abuelo acabó con su desnortada
vida ahorcándose en una encina. Descanse en paz.
El suicidio esconde la muerte
debajo de la alfombra. Es la muerte de la que no se habla. Ni ‘le ha llegado su
hora’, ni ‘se van los mejores’; tampoco se le puede echar la culpa al tabaco o
al médico que lo mató. Porque el suicidio esconde el fracaso de una vida, y la
vida, es el único “derecho” que nos ha sido concedido en el momento de nacer.
La vida es un regalo que solo debería dejar de usarse hasta que nos sea
arrebatado.
Una sociedad en la que sus
individuos no defienden sus derechos es una sociedad suicida. Para muchos, la
vida se ha convertido en un regalo que se deja guardado en el fondo de un cajón
por miedo a que se rompa, delegando en otros todas las decisiones que le atañen;
para muchos, la vida es un juguete más, pues la reducen a la vacua diversión
que proporciona un juguete maltratado y prematuramente roto.
Muchos son los que no soportan el
peso de la vida ni su constante requerimiento de una agotadora lucha por
mantenerla con dignidad, encauzarla con libertad y dotarla de sentido.
En las cajetillas de cigarrillos
hay advertencias que podrían emplearse en las partidas de nacimiento. Mensajes
como ‘la soledad provoca suicidios’; ‘el trabajo asalariado provoca suicidios’;
‘la ausencia de erotismo provoca suicidios’; ‘la tecnología provoca suicidios’;
‘el consumo de alcohol y drogas provoca suicidios’; ‘el consumo de
antisicóticos para prevenir el suicidio provoca suicidios’… Pero no lo hacen.
Igual que las familias prefieren
ocultar el suicidio de un familiar, la sociedad esconde que cada vez son más los
que deciden acabar con su vida. El suicidio es el fracaso del individuo, del
matrimonio, de la familia; la tasa de suicidios en aumento muestra el fracaso
de una sociedad que se desangra lentamente porque se ha cortado las venas, una
sociedad que ha ingerido una sobredosis de fármacos, una sociedad que ha
decidido saltar al vacío al aferrarse a un sistema que, por odioso e inhumano,
está colapsando.
Mientras muchos de sus miembros
acaban con su vida, nuestra civilización se está suicidando. La búsqueda de la
felicidad nos ha puesto tan tristes que hemos dejado de tener hijos; la
negación de la muerte nos ha empujado a despreocuparnos del mantenimiento de
nuestra propia salud; nuestra falta de autoestima como pueblo ha dejado abiertas
las puertas de Europa para que los integrantes de esos otros pueblos que
valoran más sus vidas recojan nuestros despojos y nos incineren en la pira
funeraria de los olvidados de la historia, porque absolutamente nadie quiere
hablar del vecino que se ha suicidado.
Podría ofrecer datos estadísticos
del número de suicidios, pero no sería fácil distinguir entre suicidio y muerte
por “accidente”[1].
¿No es un suicida el que se estrella con su moto hasta arriba de cocaína? ¿No
es un suicida el que deja morir a su madre en un hospital? ¿No es un suicida
aquél que no educa a sus hijos? ¿No es una suicida la adolescente que vomita
después de cada comida o se autolesiona el antebrazo? ¿No es un suicida el que
se pone la bah cuna, sabiendo lo que ya sabemos a estas alturas de la película?
¿No es un suicida el que renuncia a la realidad para sumergirse en los
videojuegos? ¿No se suicida un emigrante? ¿No es un suicida el que decide no
tener hijos? Son tantas las formas de suicidio en nuestro decadente mundo que
las autoridades no se esfuerzan siquiera en poner redes antisuicidio como las
que decoran los grises edificios de los obreros industriales chinos.
Sustituiré las estadísticas por
un caso concreto. Hace unos días, un exdeportista de élite decidió acabar con
su vida lanzándose a las vías del tren para ser arrollado por el convoy. Tenía
46 años. Muchos periodistas deportivos se indignaron cuando un medio de
comunicación se saltó la autocensura habitual mostrando la palabra ‘suicidio’
en el titular de la noticia. ¡Un guapo exfutbolista con un sueldo muy elevado por
ser directivo de un club no debería suicidarse! Pero si este hombre, preferido
de los dioses, ha acabado con su vida, ¿por qué no lo hará también la cajera
del supermercado o el joven que ha dejado de cobrar el ERTE?
Solo la vida puede prevenir la
muerte. Solo el eros, el erotismo,
puede arruinar el reinado del thánatos,
de la pulsión de muerte que acecha nuestra sociedad moribunda. La recuperación
urgente y animosa de las ganas de vivir conseguirá hacer frente a la
destrucción planificada del sujeto que han emprendido con éxito los poderes
establecidos.
Espantaremos la muerte como el
que espanta las moscas (con fuerza y despreocupados), porque la muerte destruye
todo lo que hemos hecho en la vida, y todo lo que estaba por hacer. Construyamos,
ya, un nuevo individuo y una nueva sociedad exultante de vida, futuro, belleza
y alegría.
¿O prefieres la muerte?
ANTONIO HIDALGO DIEGO
Colectivo AMOR Y FALCATA
[1] La cifra de suicidios en España en 2019 fue de 7,6 por cada 100.000 habitantes, unos 10 suicidios al día, más del doble que el de muertes por accidente de tráfico. Fue la segunda causa de muerte entre las personas de 15 a 29 años, aunque casi la mitad de los que se quitaron la vida tenían entre 40 y 59 años de edad. Tres de cada cuatro suicidas fueron hombres, tal vez porque tienen más éxito en sus tentativas; los intentos de suicidio de las mujeres triplican al de los varones. El Confidencial, 9/9/2019. Un total de 1.343 personas se suicidaron en España en el primer semestre de 2020. El suicidio es la primera causa de ‘muerte externa’. Infocop Online, 7/1/2021, basado en datos del INE.