‘La
verdadera patria del hombre es la infancia’, afirmó el poeta
austríaco Rainer María Rilke con ese tufillo machista tan de moda hace 100
años. El escritor Franz Kafka justificó su carácter mohíno y pusilánime
culpando a un padre excesivamente riguroso y autoritario que llegó a dejarle
encerrado en el balcón unas cuantas horas durante una dura noche de invierno en
Praga. Otro escritor, el norteamericano Charles Bukowski, poema tras poema,
relato tras relato, no hacía más que responsabilizar a su padre por haber
elegido el alcoholismo como modus vivendi,
dando por hecho que se trataba de una respuesta provocada por las palizas que
recibió a diario cuando era un niño. Tal vez por esta razón el dramaturgo Osvaldo
Quiroga afirmó que ‘la mayoría de
nuestras desdichas provienen de esa época (la infancia) que para nadie fue un sueño dorado, pero que para cada uno fue el
ensayo general de lo que sería la propia existencia del adulto que todavía
somos’.
Saturno, como el padre de
Bukowski o el progenitor de Kafka, devoraba a sus hijos, tal y como supo
plasmar Francisco de Goya en su conmovedora pintura. Y en honor de este dios,
los romanos, que no daban puntada sin hilo, celebraban en estas fechas que
vivimos las saturnales, unas fiestas que los cristianos supieron despreciar
para sustituirlas por la Navidad. En las saturnales se oficiaba un sacrificio
en el Templo de Saturno, se intercambiaban regalos, se organizaban banquetes,
se festejaba con desenfreno y la moralidad de los ciudadanos se relajaba notablemente
durante las fechas en las que los romanos se entregaban a esta especie de
carnaval grotesco. Unas fiestas que nacieron tarde, ya en el siglo III a.C., y por
iniciativa del Senado de la República: el Estado quería que la plebe olvidase la
dura derrota que les habían infligido los cartagineses. Con el transcurso de
los años las saturnales se desprendieron de cualquier resquicio popular,
espiritual y astrológico, a la par que iba aumentando el número de días de duración
de unas celebraciones orgiásticas convertidas, ya en época imperial, en un
auténtico esperpento.
Saturno, hijo del Cielo y
de la Tierra, obtuvo el supuesto privilegio de ostentar el poder pese a ser menor
que su hermano Titán, a cambio, eso sí, de renunciar a la descendencia. Solo una sociedad sin futuro puede
entregarse al culto de una divinidad que devora a sus hijos y renuncia a la
vida a cambio del poder temporal. Solo una sociedad sin futuro puede odiar a
los niños, al tiempo que se entrega a las diversiones vanas, la glotonería y la
embriaguez, como triste evasión de un grupo de personas que admiten que la vida
se les escapa y que las riendas de la civilización se les han escurrido de las
manos. Una “saturnal” especialmente bochornosa se produjo cuando los
habitantes de Berlín, los mismos que habían apoyado la locura nazi hasta el
final, celebraron con desesperación suicida la inminente derrota militar del
Tercer Reich; mientras los berlineses
se emborrachaban como piojos, los tanques del Ejército Rojo entraban en la
ciudad con la única oposición de un grupo de niños con fusil y uniforme.
En los estertores de la
putrefacta Roma nació la Navidad, igual que nacen algunas flores primaverales
abriéndose paso bajo las últimas nieves. ‘Navidad’, no se nos olvide, es un
término que significa ‘nacimiento’. ¿Qué celebramos en estas fechas? El
nacimiento. No de Dios, ni siquiera de Jesús de Nazaret; ¡por supuesto que no
celebramos el nacimiento del hijo de una mujer virgen!, un aditivo surgido de
la imaginación de la Iglesia. El pesebre representa el nacimiento de un ser
humano, hijo de su madre y de su padre. Algo tan simple, tan común, tan vulgar
como el alumbramiento de un nuevo ser humano. Aunque, ¿puede haber algo más mágico
y maravilloso? Y, como no podía ser de otra manera, la Navidad coincide con el
solsticio de invierno, con el triunfo de la luz frente a la oscuridad, pues es justo
en este punto del viaje cósmico cuando los días serán cada vez más largos, y
las noches, más cortas.
Los poderes del Estado y
del dinero, los señores de las tinieblas, llevan años haciéndonos creer que la
Navidad se limita al consumo de objetos superfluos comprados en internet o mientras
paseamos por las zonas comerciales iluminadas por las cruces invertidas que adornan
las calles de ciudades como Granada o Zaragoza. La Navidad ha sido despojada de
su carácter popular, familiar y amoroso para ser entregada a los mercaderes que
venden juguetes transgénero, vaya a ser que éstos se declaren en huelga.
¡Ningún niñe sin juguete! Ningún niño con amor. Ningún niño en nuestras
vidas. Este parece ser el lema de una sociedad que venera el aborto y
considera que la maternidad esclaviza a las mujeres. Una sociedad, la nuestra,
que compra niños en el tercer mundo para satisfacer el “derecho a la
maternidad” de sus compradores, al tiempo que consume pornografía infantil. Una
sociedad destinada a la extinción por tener un índice de fecundidad de 1,18
hijos por mujer según las cifras oficiales (las reales deben ser mucho peores).
Una sociedad, la nuestra,
que ha dado luz verde a la vacunación infantil contra el Covid-19 para que
todas las familias puedan comer en el McDonald’s,
ir al cine para ver el último bodrio sobre Santa Claus y su reno volador o poder
viajar a Disneyland París para
hacerse fotos con un desgraciado disfrazado de ratón Mickey en medio de un
marco arquitectónico de cartón piedra. Mientras los adultos se entregan a una
saturnal autodestructiva de bebida, comida y viajes, previo escaneo del ‘Pasaporte
Covid’, los pocos niños que quedan se asfixian en el colegio por llevar puesto el
bozal obligatorio y están padeciendo o padecerán miocarditis, arritmias y
parálisis de Bell a causa del tratamiento génico experimental al que están
siendo sometidos por culpa del miedo y el egoísmo de sus progenitores, por
culpa de la maldad del Estado. ¿Qué futuros adultos serán los niños de hoy si
sus padres los convierten en moneda de cambio para poder seguir disfrutando de unos
pequeños placeres hedonistas que jamás llenarán de plenitud sus desorientadas vidas?
Ahora, mejor que nunca,
celebremos la Navidad. Celebremos la vida y la grandeza del ser humano.
Celebremos el futuro, el porvenir de nuestra familia y de nuestro pueblo.
Celebremos que estamos vivos, celebremos el amor a nuestros iguales. Es hora de
compartir, de reír, de cantar, de abrazarse, de juntarse y de rejuntarse.
¡Incumplamos las normas y directrices que atentan contra la vida y contra el amor!
DESOBEDECE. ¡Juntémonos todos! Unos cuantos, unos muchos; vacunados y sin
vacunar, para dar abrazos sin mascarilla y besos sin mascarilla; para brindar por
un futuro sin miedo y sin restricciones dictatoriales. Porque cuando
recuperemos la alegría volverán la salud, las ganas de vivir, el anhelo de
libertad y las ganas de amarnos y reproducirnos.
-¡Escucha esto, Melchor!
¡Y vosotros también, Baltasar, Papa Noel, Olentzero y toda la pandilla!- ¡A los
niños no hay que regalarles juguetes, ni vacunas! A los niños hay que brindarles
un futuro de valores y de libertad. En estas fiestas regalaremos a los niños y
a los jóvenes conocimientos, habilidades, valores, seguridad en sí mismos,
coraje, un buen ejemplo y mucho cariño, pues solo de esta manera llegarán a ser
adultos funcionales y de provecho.
Ahora, mejor que nunca,
celebremos la Navidad.