jueves, 21 de diciembre de 2023
jueves, 28 de abril de 2022
lunes, 11 de abril de 2022
martes, 8 de febrero de 2022
El Bosquejo: "Alcàsser, poder y crimen sádico". Programa 6. Con la participación de Michael Voor (Miguel Cervera), Rocío (Roorow) y Jesús Trejo.
martes, 28 de septiembre de 2021
CULPA, VENGANZA, PERDÓN
El cine se ha utilizado como
herramienta del poder para adoctrinar a las masas. Esta ha sido, y no otra, su
principal función y razón de ser. Productores, directores, guionistas y actores
han formado parte del clero adoctrinador de la modernidad, una casta sacerdotal
que usaba como reclamo para atrapar a los incautos la belleza de sus imágenes y
el encanto de sus historias, burda manipulación de los sentimientos del pasivo
espectador que acudía al tocólogo de emociones
previo pago de una entrada que le aseguraba ser sermoneado para creerse más
culto y mejor ciudadano.
Hoy es prácticamente imposible
ver una buena película. El cine actual se ha desprendido de su bonito
envoltorio de luces de neón y belleza de postín para mostrarse tal cual es,
pura propaganda. Hace ya tres décadas era casi imposible ver películas de cierta
calidad como Teniente Corrupto (1992),
una oscura y controvertida película dirigida por Abel Ferrara y
extraordinariamente protagonizada por Harvey Keitel. Tan bueno fue el resultado
del filme que la industria del celuloide tuvo que lanzar una reposición en 2009 para enterrarlo en el olvido: la
película Teniente Corrupto de Werner
Herzog, protagonizada por un vergonzoso Nicolas Cage, es más mala que la quina.
El cine es cosa del pasado, y en
su funeral admito que soy uno de esos incautos que ha malgastado a saber
cuántas horas de su vida delante de una pantalla, reducido a triste receptor de
la ingeniería social de Hollywood. Hace ya un tiempo que decidí, igual que el
cura del Quijote, realizar un donoso
escrutinio de todas esas obras que me han secado los sesos; y si el Licenciado
Pedro Pérez salvó del fuego a la novela Tirant
lo Blanc de Joanot Martorell, yo haré lo propio con el Teniente Corrupto de Abel Ferrara, una peli tan cruda y realista,
como trascendente.
El teniente, corrupto hasta el
paroxismo, no tiene nombre. Es un policía de Nueva York casado y con hijos, que
se pasa el día y la noche fuera de casa, bebiendo y tomando todo tipo de drogas
en compañía de prostitutas. En medio de una irreversible crisis personal, el
teniente trabaja en la investigación del asalto a la iglesia católica del
barrio, un acto vandálico en el que los agresores destrozaron el templo, se
entregaron a todo tipo de sacrilegios y violaron y torturaron a una joven monja
de origen irlandés. El policía solo necesita reunir las pruebas suficientes
para incriminar a los culpables, pues todo el barrio conoce la identidad de los
jóvenes autores de la brutal agresión, antiguos alumnos de la joven a la que
violaron. Mientras avanza la investigación, se acelera también la caída al
abismo del antihéroe, entregado en cuerpo y alma a su propia autodestrucción,
un proceso aniquilador que no pasa por alto la ludopatía. En las series finales
de béisbol se empaña en apostar su dinero, y el de sus colegas, a la improbable
victoria de los Mets, y dobla la apuesta tras cada derrota sin disponer del
capital suficiente para hacerse cargo de la enorme deuda contraída con la mafia.
La ‘culpa’, según la teología, es
‘el pecado o transgresión voluntaria de la ley de Dios’. El teniente se siente
tan culpable por su vida disoluta como deberían sentirse los delincuentes a los
que investiga, así que mientras se autodestruye por puro arrepentimiento poniendo
en serio peligro su vida timando a la mafia y consumiendo estupefacientes,
propone a la joven novicia “tomarse la justicia por su mano” y matar a los
violadores, en vez de detenerlos. Pero la monja se opone a esta propuesta de
venganza con gran entereza y paz de espíritu, asegurando haber perdonado ya a
sus torturadores. El teniente pretendía redimirse a sí mismo cometiendo un asesinato
que vengara el honor de otra persona, depositando su propia culpa en unos
jóvenes camellos de poca monta que habían cometido un crimen mesurablemente más
aberrante que los desmanes habituales del funcionario.
¿Cuántas ideologías líquidas y terapias modernas pretenden liberarnos de nuestra
culpa encerrando nuestro ego en una burbuja solipsista y depositando la
responsabilidad de nuestros actos en otras personas, desde nuestros padres a
nuestra expareja, pasando por aquellos jefes y profesores que nos hicieron la
vida imposible o por misteriosos traumas intergeneracionales acontecidos siglos
ha? La culpa es el resultado de un yerro personal que implica una
responsabilidad individual, un doloroso aviso que nos recuerda que no hemos
actuado correctamente, que nos hemos equivocado, y que por nuestras decisiones
hay otras personas que han salido malparadas. Así que la culpa no es buena ni es mala, convive con
nosotros, y es tan humana como el dolor, la muerte, el miedo y la enfermedad.
La culpa es un mecanismo necesario que ayuda a regular el comportamiento
humano. Un mundo liberado de toda culpa sería muy guay y muy new age, pero también daría paso a una
sociedad de psicópatas reincidentes.
Tan nocivo es renunciar a la
responsabilidad de nuestros actos como asumir la culpa de los crímenes que han
cometido otros. Igual que no debemos cargar con las consecuencias del
comportamiento de las personas que nos rodean, tampoco debemos caer en la trampa del autoodio que tanto fomentan
las instituciones de poder, sus intelectuales a sueldo, medios de comunicación
y grupos de presión. Ser europeo no me convierte en imperialista; ser “blanco”
no implica ser racista; vivir en el siglo XXI no me hace responsable del
llamado cambio climático; y que sea
hombre no significa que sea machista. La culpa no debe ser desviada a otras
personas, ni diluirse en un colectivo. No soy
rebelde porque el mundo me ha hecho así, como aseguraba la escuela
sociológica de Chicago; no vivo en un país disfuncional porque Colón
descubriera América; ni soy un solitario mamarracho con baja autoestima por
vivir en una sociedad homófoba y heteropatriarcal. Como dijo Karl Jaspers,
‘solo es criminal el individuo’[1].
Que cada palo aguante su vela, y que cada hijo de vecina asuma la
responsabilidad de sus malos actos tratando de no volver a cometerlos.
Pero somos humanos, imperfectos,
así que cometemos errores y dañamos a otras personas. El teniente corrupto de
Abel Ferrara es una exagerada caricatura de todos nosotros, el reflejo perverso
que no queremos ver en el espejo. Porque no somos seres de luz, y el mal es una elección que muchas veces escogemos,
por comodidad, por ignorancia, por codicia, por error, por imitación, por
costumbre, por lujuria, porque obedecemos órdenes, por envidia, porque sí. El dolor que infligimos a los demás no desaparece
con una disculpa, sino que es un daño irreversible que solo fingimos camuflar, como
el que pone un parche en una rueda pinchada. La culpa que arrastramos será más
llevadera cuando asumamos la responsabilidad de redimir nuestras faltas. La ‘redención’,
según la RAE, consiste en ‘rescatar, sacar de la esclavitud al cautivo mediante
precio’ (primera acepción). La culpa nos esclaviza en cumplimiento de una
condena cósmica que nos recuerda a todas horas que tenemos un cadáver enterrado
en el jardín de nuestra azotea. Solo la consciencia de nuestros malos actos
y el compromiso personal de no volver a cometerlos puede pagar el precio de
nuestra culpa y liberarnos.
Una sociedad egocéntrica,
maquiavélica y desespiritualizada como la que hemos consentido edificar no
favorece, precisamente, la asunción de responsabilidades. Cada día soportamos
todo tipo de injusticias por las que no obtenemos ningún tipo de reparación. Recibimos
los golpes, nos sentimos impotentes, nos llenamos de rabia. Friedrich Nietzsche
escribió en La genealogía de la moral (1887):
‘Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera se vuelven hacia dentro
(…) La enemistad, la crueldad, el placer en la persecución, en la agresividad,
en el cambio, en la destrucción… Todo esto se vuelve contra el poseedor de
tales instintos: ése es el origen de la mala
conciencia’. Muchos se deprimen, algunos se suicidan, otros se evaden de
una realidad cada vez más difícil de soportar; la mayoría se rinde. Nietzsche
nos propone desahogar las frustraciones que nos ocasionan los abusos que
recibimos descargando nuestra ira en aquellos que son más débiles que nosotros,
en nuestros iguales o en las personas con que las que convivimos. Frente a la
actitud católica de la monja de poner la
otra mejilla mientras estaba siendo vejada, la no menos católica respuesta del
teniente: iniciar una larga marcha hacia la autodestrucción agobiado por el
peso de la culpa. Todas ellas son pésimas soluciones.
El teniente, desesperado por sus
patéticas circunstancias, despierta de su martirio autoimpuesto y pretende
descargar su culpa vengando a una chica que representa toda la pureza de la que
el policía adolece; el protagonista cree que el individuo puede vencer a la
injusticia mediante la práctica de la venganza. ¿Cuántas veces habré fantaseado
con matar con mis propias manos a determinados psicópatas que salen en
televisión? ¿El “placer” de practicar la violencia contra los malvados nos hace
libres? ¿Cuántas películas de Hollywood han glorificado la sed de venganza, como
Harry el sucio, Kill Bill o Django
desencadenado?
Los filósofos estoicos estaban
convencidos de que la venganza nos enferma, y el perdón nos cura. Séneca
abogaba por el uso de la razón y no dejarse arrastrar por la servidumbre de la
ira; Epicteto rechazaba el derecho de venganza, también el de las instituciones
del Estado; Marco Aurelio apostaba por la comprensión de las faltas del
prójimo. Así que el perdón (la clementia latina) no es un invento judeo-cristiano, sino que estaba muy presente en
la Antigüedad, tal y como ha argumentado Charles L. Griswold[2].
Entregarse a la venganza es dejarse dominar por las pasiones: perdemos el
control de nuestros actos, nos rebajamos a la altura de quien nos ha ofendido y
demostramos que hemos sido incapaces de asumir un dolor que nos ha acabado
destruyendo, en vez de hacernos más fuertes. La venganza no enmienda el daño
que nos han infligido, ni puede resucitar a los muertos. La venganza no puede
reparar lo irreparable. Saber perdonar no nos convierte en personas débiles,
sino en individuos autoconstruidos y seguros de nosotros mismos.
Después de tocar fondo al masturbarse
en la calle delante de dos adolescentes a las que coacciona enseñando su placa,
el teniente visita la destrozada iglesia y recibe la aparición de Jesucristo,
al que suplica perdón por sus pecados y acaba besando los pies. Tras esta
revelación, tal vez provocada por el consumo de alucinógenos, el teniente
corrupto decide redimirse a sí mismo con un sorprendente acto de generosidad: se
dirige al antro en el que malviven los dos jóvenes violadores y, lejos de acabar
con sus vidas tal y como el espectador espera, los secuestra, les entrega una
buena suma de dinero y los mete en un autocar que les va a trasladar a la otra
punta del país con la condición de que no vuelvan a pisar Nueva York y empiecen
una nueva vida más edificante y mejor. En la siguiente escena, el redimido policía
cae abatido por los disparos de la mafia.
Nunca sabremos si los dos jóvenes
violadores consiguieron redimirse y dejar atrás su vida de odio y de violencia.
Probablemente se gastarían el dinero en armas, en drogas o en regresar a la
ciudad para seguir haciendo de las suyas. Nunca lo sabremos, porque es un
relato de ficción. En todo caso, ¿quién era el teniente corrupto para redimir a
nadie? Podría haber empleado sus energías en rehabilitarse a sí mismo,
enderezar su vida desnortada y dar amor a su familia. Porque el verdadero acto
de amor de esta historia lo protagonizó la joven monja que tuvo la entereza de
perdonar a sus agresores demostrando más valentía en otorgar el perdón que en la
defensa de su integridad.
‘Al que te hiera en la mejilla,
preséntale también la otra; y al que te quite la capa, no le niegues tampoco la
túnica’ (Lucas, 6:29). Este versículo evangélico, probablemente falseado por la
Iglesia romana, es una auténtica aberración. Saber perdonar las faltas de los
que nos ofenden no significa abandonarse al masoquismo. Permanecer pasivo ante
las ofensas es aceptar la moral del
esclavo, justificar la injusticia, colaborar con el abusador y desprenderse
de la dignidad humana. La religiosa irlandesa de la película de Ferrara debió
luchar con todas sus fuerzas para evitar ser violentada por los dos
adolescentes, pelear hasta la muerte o hasta causar la muerte a sus agresores.
Tan legítimo es el derecho de defensa, como innecesario el de venganza. Las
guerras son tan despreciables como convenientes cuando estamos siendo
ultrajados. ‘Las armas son instrumentos de mal agüero y la guerra es un asunto
peligroso (…) Las armas solo deben usarse cuando no existe otro remedio’, El arte de la guerra de Sun Tzu.
A todas, todos y todes aquellos que me habéis censurado
este verano por argumentar la perversidad del feminismo de Estado; a todos los
libreros que no queréis vender mi libro porque molesta al poder establecido; a
todos los que me habéis impedido hacer actos públicos por no ser políticamente
correcto; a los que habéis censurado mis contenidos en las redes sociales; a
los que han hecho libelos difamatorios contra mi persona de forma anónima; a
los que me habéis insultado por no compartir vuestras ideas (que son las del
poder); a los que me habéis ordenado censurar mis textos; a todos vosotros, yo
os perdono. Pero tened bien presente que no soy como la monja de Teniente corrupto: sé defenderme y os haré
frente. Responderé a cada una de vuestras agresiones con la contundencia de mis
textos y mis argumentos, y estoy dispuesto a entablar una lucha encarnizada cada
vez que no respetéis mi libertad de conciencia y de expresión.
Os comprendo. Sé que tenéis
vuestras razones. Unos lo hacéis por ignorancia, otros por dinero, otros por
pura intransigencia. No quiero convenceros de nada, ¡pensad como os dé la
gana!, podéis seguir siendo unos fascistas posmodernos, de esos que reprimen
sin dar la cara. Cuando recapacitéis y dejéis de ser censores quedaréis
redimidos, y juntos podremos aprender a convivir y a trabajar por el bien
común.
ANTONIO
HIDALGO DIEGO
[1] La
pregunta por la culpa. De la responsabilidad política de Alemania (1946).
[2] Ancient
Forgiveness. Classical, Judaic and Christian (2012).
sábado, 21 de agosto de 2021
¡DISPAREN! ¡ES UNA ORDEN!
Unos ganaderos cántabros andan a
la greña porque las instituciones del Estado han decidido cargarse un puente
que para ellos es imprescindible para poder llevar a cabo su labor y mantener
su sustento. El Estado evalúa una situación y dicta una orden en función de su
propio interés estratégico, que siempre resulta ser inhumano, insensible y tan contrario
al interés general, como al particular. Al obediente contribuyente no le queda
otra que emplear la máxima del ‘ajo y agua’: a joderse y aguantarse. O no, pero pasa muy pocas veces que los damnificados
se atrevan a plantar cara, como han hecho unas pocas mujeres y hombres del
rural del norte de la Península, ancianos en su mayoría, que han tenido la
osadía de salir al encuentro de la Benemérita armados con varas y provistos de un
volquete con el que han conseguido impedir la demolición de su necesario
puente. No podemos pasar por alto que el Estado da las órdenes, pero que quienes
las ejecutan con frialdad y obediencia son los miembros de las fuerzas de
seguridad. ¡A mandar!
Tanto me inspiró el ejemplo de
dignidad y valentía de los ganaderos de Serdio por emprender una acción de
resistencia tan poco común, como me indignó el comentario que escuché en
televisión proferido por una psicóloga peliteñida que prestaba sus servicios
como opinóloga en una de las docenas
de tertulias que la televisión nos ofrece. ¿Puede haber en el siglo XXI un
oficio más indigno, más grosero, más dañino, más servil, lisonjero y cobarde que
el de los secuaces contertulios de la caja
tonta? Ingenieros de la opinión, expertos de la nada, voceros del poder, estos
inútiles bien pagados repiten como loros los dictados de sus benefactores, mientras
engañan e insultan a los incautos con sus clericales sermones para el adoctrinamiento
de las masas. La misión de la psicóloga oxigenada era la de dar un estirón de
orejas a los vaqueros cántabros: ¿qué culpa tienen los pobres agentes de la
Guardia Civil para tener que sufrir en sus carnes, uniformes y coches patrulla la
furia de los iracundos montañeses?, ladraba la estúpida opinadora.
Lavrenti
Beria fue jefe de la NKVD, la sanguinaria policía secreta de Stalin. Además de
ordenar miles de detenciones arbitrarias, trabajos forzados en gulags, torturas y ejecuciones, Beria mató con sus
propias manos a no sabemos cuántas personas, participaba activamente en las
torturas de los prisioneros sospechosos de oponerse al régimen soviético y
tenía como principal afición la de ordenar el secuestro “legal” de mujeres y
niñas con las que el político abjasio se encaprichaba y a las que acababa
violando y golpeando en su palacio de Moscú. Beria es tristemente conocido por
ordenar la Masacre de Katyn, en la que 22.ooo polacos fueron ejecutados por el
Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos de la URSS en la oscuridad y el
silencio de los bosques de la Rusia occidental durante la primavera de 1940.
Las víctimas eran prisioneros de guerra, funcionarios del Estado polaco y
civiles.
No
se sabe demasiado de la vida de ‘Blojin’, solo que era el jefe de verdugos de
la Lubianka, la prisión moscovita cercana al Kremlin en la que la NKVD
torturaba a los prisioneros políticos. Blojin tiene el despreciable récord de
haber sido la persona que ha matado a más seres humanos, uno a uno, en un menor
lapso de tiempo, a lo largo de la historia. Fue enviado a Katyn para que se
encargara de la ejecución de miles de prisioneros polacos. En solo 28 días,
consiguió matar a 7.000 personas con una pistola Walther alemana, un arma cuya
procedencia pretendía evitar que la historia responsabilizara a los soviéticos
de semejante crimen contra la humanidad. Blojin ejecutó con un tiro en la nuca
a unos 250 prisioneros polacos en cada una de las noches que pasó en el bosque
de Katyn.
¿A santo de qué viene semejante
cambio de tema? En relación a lo siguiente: ¿quién es más responsable de sus
criminales actos, el que da la orden o el que la ejecuta? ¿Beria o Blojin? ¿El
Ministerio de Transportes que ha ordenado el derribo del puente de Serdio sin
que haya previsto su sustitución o los agentes de la Guardia Civil que cobran
unos 1.500 euros al mes a cambio de hacer realidad la voluntad de poder del Estado? ¿Está justificado emprender una lucha
contra la policía si los que toman las decisiones trabajan en un despacho de la
capital?
La psicóloga de la tele lo tiene
claro: los policías son seres de luz,
inocentes y sin mácula; funcionarios profesionales que se limitan a hacer su
trabajo; son solo herramientas que no
piensan, no toman decisiones ni cuestionan las órdenes que deben acatar. ¿Cómo
vamos a criminalizar del asesinato de Julio César a las dagas que acabaron con
su vida? ¿No serían más responsables de la muerte del dictador romano los
senadores que conspiraron contra César y le asestaron las 23 puñaladas? Tal vez
el Ministerio se haya equivocado, admite la contertulia, pero, según ella, en
ningún caso el ganadero Carlos tenía derecho a envestir con su vehículo la
barricada de la Guardia Civil. Este asunto me recuerda al de todos estos
criminólogos y aficionados que se lamentan de que el triple crimen de Alcàsser
se cerrara en falso con la detención y condena de un chivo expiatorio, al mismo
tiempo que exculpan de toda responsabilidad a la Guardia Civil, la institución
que hizo posible tan abominable mentira
de Estado.
Yo siempre pensé que los malos, los grandes criminales de la
historia, son, efectivamente, aquellos que dan las órdenes, los que planean los
crímenes, los que detentan el poder sobre los pueblos y los individuos, los
Stalin, Hitler, Franco, González, Bush, Obama y compañía. Que los que las
ejecutan son malos también, pero que
su nivel de responsabilidad es, a la fuerza, menor. Y eso pensaba hasta que
escuché en un vídeo al norteamericano Mark Passio, el de la ley natural, asegurando que no es así,
que los principales responsables de cualquier crimen político son aquellos que
lo cometen, los brazos ejecutores, los que terminan el día con las manos
manchadas de sangre. ¿Quiénes son más responsables de lo que está ocurriendo? ¿Gobernantes, jueces y legisladores? ¿Alto
Estado Mayor del Ejército? ¿Responsables de la OMS? ¿Ejecutivos de las
multinacionales farmacéuticas? ¿Sus accionistas? ¿Bill Gates? Según la teoría
de Passio, deberíamos culpar de lo que
está ocurriendo a científicos fabuladores, médicos y sanitarios que
aconsejan y colaboran, practicantes que pinchan, periodistas que mienten,
policías que multan, madres, padres y profesores que consentimos que los niños
consuman sus horas respirando sus propios desechos.
Militares y guardiaciviles se
rigen en base al concepto de ‘obediencia debida’, así que sus acciones nunca
pueden ser objeto de responsabilidad legal si han sido ordenadas por una
instancia superior. Este concepto legal se basa en el ‘principio de autoridad’,
propio de regímenes e instituciones jerarquizados y antidemocráticos, así que
se contradice con el llamado ‘principio de juricidad’ propio del estado de derecho o imperio de la ley que debería regir los Estados pomposamente
autodenominados “democráticos”: los actos tienen que ser legales en todo caso;
la ‘obediencia debida’ no exime al ejecutor de sus actos criminales. Ciertamente,
bloquear un puente con un coche patrulla no es un delito, pero sí asesinar a
7.000 personas en un mes o poner en práctica políticas sanitarias ordenadas por
el Ministerio, aun a sabiendas de que éstas, lejos de protegernos, afectan y
afectarán gravemente la salud de los pacientes. ¿El médico de cabecera debe
seguir el protocolo que le dicta el Ministerio de Sanidad o debe proteger la
salud de sus pacientes en base a su dignidad personal y en obediencia al juramento hipocrático que ha realizado?
La televisión apela a la
‘obediencia debida’ para eximir de toda responsabilidad a los trabajadores del
Estado, todo lo contrario que hicieron en 1945 los magistrados de los juicios
de Núremberg cuando decidieron anular esta argucia legal y condenar con severas
penas a unos cuantos criminales de guerra nazis. Mientras que los agentes de la
Guardia Civil quedan excluidos de la categoría ‘seres humanos’, en tanto que se
les niega la capacidad de tomar decisiones morales por sí mismos, anulando su libre albedrío y cosificándoles como
meros instrumentos, los oficiales nazis
fueron elevados a la categoría de sujetos
libres por los tribunales de Núremberg alegando que pudieron desobedecer
las órdenes de personajes como Adolf Hitler o Reinhard Heydrich, pero no lo
hicieron. El sistema de poder altera a su antojo sus propios principios jurídicos
en función de sus necesidades temporales, sean éstas proteger a sus matones o
escarmentar a sus enemigos.
La filósofa Hannah Arendt
escribió su excelente obra Eichmann en
Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal en 1963. Arendt nos
demostró que Adolf Eichmann, el oficial de las SS que dirigió la logística del
transporte de cientos de miles de judíos a los campos de concentración y
exterminio alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, era responsable de este
genocidio, al margen de que aludiera al ‘principio de obediencia debida’ en el
tribunal de Jerusalén que le acabó condenando a la horca después de un
secuestro ilegal llevado a cabo por agentes del Mossad. Eichmann afirmó en el
juicio que no era racista, que no era antisemita, que no era un ferviente
nacionalsocialista, que nunca había matado a una mosca, que desaprobaba la decisión final, que se limitaba a hacer
su trabajo obedeciendo las órdenes de sus superiores y que si él no lo hubiera
hecho, se lo hubieran encargado a otro. Y, probablemente, el miembro de las Waffen SS decía la verdad. Eichmann
suplicaba por su vida alegando que no era un sujeto, sino un instrumento
de la maquinaria criminal nazi, una sola pieza del siniestro engranaje. De poco
le sirvió, pues si el Estado de Israel ordenó la captura en Argentina del
criminal de guerra alemán, fue con la intención de acabar con su vida y vengar
a sus víctimas; el veredicto del juez estaba decidido antes de que comenzara el
juicio. Seguramente, Adolf Eichmann no hubiera podido detener el genocidio negándose
a participar en el mismo, pero si el obersturmbannführer
consiguió mantenerse sereno en el cadalso mientras le ceñían la soga al cuello fue
porque, en su fuero interno, sabía a la perfección que era responsable directo
de la matanza de cientos de miles de inocentes.
En un estado de derecho, la ‘culpa’ se impone solamente a aquellos
individuos que incumplen la legislación vigente, así que la culpabilidad de un
sujeto se reduce a un simple elemento jurídico vinculado a los requerimientos
de los Estados. Mientras el asesino que mata a cien enemigos en la guerra será considerado
un héroe, un humilde trabajador que
no pueda hacer frente al pago de impuestos podrá ser multado o acabará con sus
huesos en la cárcel. La ley establece la culpabilidad de los actos al margen de
la moral, de lo que está bien o lo
que está mal. ¿Es ‘moral’ vackunnar a
decenas, cientos o miles de personas con un brebaje experimental que genera
graves efectos adversos a corto plazo, e imprevisibles a medio y largo plazo? No,
pero es legal, está remunerado y socialmente bien visto.
Antaño, la ‘moral’ estaba regida
en base a criterios religiosos, distinguiéndose así de la legalidad. Actuar
conforme a los principios morales impuestos por la Iglesia era hacer lo correcto, desde ‘no matar’, a
no tener pensamientos impuros, pese a que los pensamientos erótico-festivos no
podían ser sancionados por las leyes. La religión es el aparato ideológico que
permite prevenir la transgresión de los tabúes, es un mecanismo tradicional de
los poderhabientes para que las personas se comporten conforme a sus propios
intereses. Al igual que ocurre con la ‘ley positiva’, los preceptos religiosos establecen
la diferencia entre lo que está permitido y lo que está prohibido. Más que ser buena persona, el beato meapilas se
caracterizaba por ser un individuo sumiso y obediente con el poder establecido.
John Adams ya nos advirtió que la
falta de fe propia de los individuos
de la modernidad occidental desencadenaría en una sociedad inmoral, como la que
ha permitido y fomentado los crímenes de las dictaduras del siglo XX, como la
que ha justificado el lanzamiento de las bombas atómicas sobre las ciudades
japonesas de Hiroshima y Nagasaki, como la sociedad que ha olvidado ya el
genocidio de miles de ancianos en las residencias dependientes del Estado
español en marzo de 2020. Dos antiguos, Aristóteles y Cicerón, desvincularon el
bien de los preceptos religiosos al
referirse a la virtud cívica como
objetivo de toda ética individual:
nuestros actos siempre tienen que responder al deseo de que prevalezca el bien común, lo que es mejor para toda la
comunidad. Unos siglos más tarde, el renacentista Maquiavelo separó la ‘ética’
de la ‘ciencia política’ cuando aconsejó a los príncipes de Europa que todas
sus decisiones de gobierno debían responder a la satisfacción del interés
individual del gobernante, centrado en la conquista y mantenimiento del poder. El fin justifica los medios.
Mucho más interesante resulta el
concepto de ‘imperativo categórico’ formulado por Immanuel Kant. El ser humano
solo es un sujeto libre cuando tiene la suficiente libertad de conciencia y de
acción como para poder ejercer su ‘autonomía de voluntad’, es decir, el libre albedrío de toda la vida. Solo
nosotros somos responsables de nuestros actos, y éstos pueden ser buenos o malos. Nosotros decidimos. Yo añadiría que son buenos cuando se hacen por amor, y no
por voluntad de poder; cuando no le imponemos nada a nadie; cuando nuestro
interés particular no ocasiona un perjuicio a los demás. Para Kant, la práctica
del mal es una opción, pero la
práctica del bien es una obligación,
un ‘imperativo categórico’ decidido por uno mismo en cada una de nuestras
acciones diarias. Lejos del motivante lema new
age ‘puedes conseguirlo si te lo propones’ que cantaba el músico de ska jamaicano
Desmond Dekker, Kant apuesta por la frase ‘Debo porque puedo’. Es el deber
moral el que debe guiar todos nuestros actos.
La práctica del mal está asociada inextricablemente al
ejercicio del poder. El mal tiene
como fundamento obtener ventajas personales a costa del perjuicio ajeno, así
que el mal es una práctica cotidiana,
necesaria y fácil para aquellos que “disfrutan” de un puesto de gran capacidad
en la toma de decisiones. Mis inclinaciones pueden ser perversas, pero mi
capacidad para llevarlas a cabo está seriamente limitada. En cambio, el directivo
de una empresa que explota a sus asalariados, el gobernante que restringe las
libertades de sus súbditos o el oficial del ejército que ordena las matanzas puede,
con una simple orden, imponer su voluntad a costa del esfuerzo o de la integridad
física y moral de sus víctimas; sus subordinados se encargarán de ejecutar sus
deseos para que el poderoso no tenga que ensuciarse las manos; el rango en la
escala jerárquica otorgará al maléfico poderhabiente la impunidad necesaria
para que los damnificados desistan de ejercer su derecho de revuelta o de
venganza.
Si el poder es el mal, ¿cómo es posible que obedecer sus
leyes y preceptos religiosos (si los hubiere) nos convierta en bienhechores? No
podemos obrar con bondad si obedecemos las órdenes o satisfacemos la voluntad
de las minorías con poder. El que da la orden es tan detestable como aquél
que la ejecuta.
En una sociedad vertical,
estatista y capitalista como la nuestra, donde las relaciones entre los
individuos son en mayor medida relaciones
de poder, el mal se ha convertido
en una especie de obligación cotidiana. El bien, en contra, ha pasado a ser una rareza
excéntrica y contraproducente, un acto revolucionario y antisistema; la
práctica del bien, igual que el lince
ibérico, está en inminente peligro de extinción. ¿Qué te puede ocurrir si, a
pesar de nadar contracorriente, decides haces el bien? Puedes perder tu
trabajo. Puede que te pongan una multa o no puedas coger un avión. Puede que
tus amigos, familiares y vecinos te den la espalda. Puedes acabar en la cárcel,
en un campo de concentración o bajo tierra.
Lo más probable es que te vaya
mejor si haces lo incorrecto. Hace ya muchos siglos que Sócrates nos advirtió
de que el bien es el camino correcto,
pero no es precisamente el camino más fácil: ‘es preferible padecer la
injusticia que cometerla’, afirmó el sabio ateniense. Hay cosas que son mucho
más importantes que nosotros mismos. Para los ganaderos cántabros hubiera sido
más fácil resignarse y lamentar la decisión de los altos funcionarios del
Ministerio de Transportes; hubieran podido implorar al Estado y a sus medios de
comunicación para que les construyan un nuevo puente, a saber cuándo. Pero
optaron por el combate, por asumir riesgos en defensa de su dignidad, la misma dignidad
de la que adolecen las herramientas del
poder que hacen realidad las consignas de los altos funcionarios del Estado,
tanto los guardiaciviles que bloquearon el puente, como la colaboradora
televisiva que cuestiona la acción de los valientes vaqueros de Serdio. Los
guardiaciviles optaron por obedecer, la contertulia por decir lo que se
esperaba que dijera. Hacer el mal es
tan fácil como no querer meterse en problemas.
El poder es una ficción que se
representa a través de la mentira y de la coerción. ¿Unas pocas personas nos pueden
dominar, a todos y cada uno de nosotros? Solo a través del engaño y, cuando éste
ya no funciona porque ha sido desvelado, nos dominan por la fuerza de las armas,
unas armas que empuñan seres humanos que obedecen órdenes. Si Eichmann y todos
los demás se hubieran negado a colaborar en la deportación de cientos de miles
de civiles hacia los campos de exterminio, la decisión final que ordenaron Hitler y sus compinches se hubiera
visto reducida a una mera anécdota de la historia. Si los soldados soviéticos
hubieran dejado escapar a los polacos en los bosques de Katyn, 22.000 inocentes
hubieran salvado la vida. La lucha contra el mal no puede consistir en empoderarse,
en tomar el poder mediante el engaño o las armas. Sustituir un poder por otro
es aceptar el mal, como cuando los
soldados de Espartaco se entregaban a los lujos patricios, a la rapiña, al
asesinato y a la violación, ante la desesperación del comandante tracio que
perseguía el noble fin de liberarse de la esclavitud, dejando de ser un esclavo
al no esclavizar a los demás.
¡Ya está bien de excusas! Votar a
cualquier partido político nos convierte en cómplices. Obedecer una orden
criminal o un protocolo sanitario criminal nos convierte en criminales. Ningún
ejército salvador nos va a liberar del poder enloquecido. Ningún político, ningún
nuevo partido va a construir una sociedad más libre. Ningún sistema que
ingeniemos, por muy justo y democrático que sea, hará realidad una sociedad
mejor. Solo nuestros actos dan forma al mundo, un mundo que, poco a poco,
piedra a piedra, a través de nuestras decisiones, vamos construyendo. Solo a
través del cultivo de la virtud personal podemos alcanzar el estado de entereza
y dignidad necesario que nos permitirá enfrentarnos con valentía a las pruebas
que nos depare el destino, por difíciles que éstas sean. Es nuestra decisión
negarnos a apretar el gatillo. De nosotros depende plantar cara, sacar pecho,
asir la vara e impedir la demolición de nuestro puente.
ANTONIO HIDALGO DIEGO
Colectivo AMOR y FALCATA